martes, agosto 30, 2005

El león y el mosquito luchador

Leyenda Maya

Un mosquito se acercó a un león y le dijo: " No te temo. Y además, no eres más fuerte que yo. Si crees lo contrario, demuéstramelo... ¿Que arañas con tus garras y muerdes con tus dientes ? ¡Eso también lo hace una mujer defendiéndose de un ladrón ! Yo soy más fuerte que tú, y si quieres, ahora mismo te desafío a combate.

Y haciendo sonar su zumbido, cayó el mosquito sobre el león, picándole repetidamente alrededor de la nariz, donde no tiene pelo. El león empezó a arañarse con sus propias garras, hasta que renunció al combate. El mosquito victorioso hizo sonar de nuevo su zumbido; y sin darse cuenta, de tanta alegría, fue a enredarse en una tela de araña. Al tiempo que era devorado por la araña, se lamentaba de que él, que luchaba contra los más poderosos venciéndolos, fuese a perecer a manos de un insignificante animal, la araña.
No importa que tan grandes sean los éxitos en tu vida, cuida siempre que la dicha por haber obtenido uno de ellos, no lo arruine todo.

jueves, agosto 25, 2005

Felicidad clandestina

Por Clarice Lispector
(escritora brasileña)


Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.


Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos".

Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.

Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.

Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.

Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.

Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.

Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diábolico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.

Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.

Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió a fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!

Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras.

¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.

¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.

Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.

A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo.

domingo, agosto 21, 2005

Hola soy yo

Autor desconocido

La fuerza del agua hacía subir las burbujas de jabón y el olor a sales perfumadas, de limón intenso, transformaban el aire, impregnado de vapor de agua, en un grito de naturaleza salvaje. Era su cura purificadora de cada mañana, el ejercicio de llenarse de vida cuando el sol aún bostezaba sereno entre las nubes de otoño. Introducía los pies muy despacio como no queriendo perturbar las formas que la espuma dibujaba sobre el agua. Después se sentaba, estiraba las piernas, se cubría con un manto blanco de delicado jabón y cerraba los ojos escapando así del recinto de su cuarto de baño para transportarse al mundo de las caricias soñadas. Apenas se movía. Era un rito iniciático que abría los poros de su piel al día que despertaba.

Tras el baño, su cuerpo desnudo buscaba un café y recorría la casa buscando papeles, llaves, papelitos amarillos cargados de teléfonos y preparaba su segundo rito, el rito de cubrirse de encajes negros para el deleite de si misma. La taza emitía sus últimas volutas cuando tenía ya desplegado sobre la cama el conjunto del día. Unas braguitas, un sujetador con aros, unas medias y un diminuto liguero todo ello de un intensisimo negro. La primera maniobra de su investidura como sacerdotisa oscura era colocar sus pequeños senos en la posición justa entre los aros, como para que estos realzaran un busto del que no se sentía excesivamente contenta. La magia de las varillas lo apretaban haciéndolo parecer mayor de lo que realmente era. Después las bragas pasaban despacio entre sus piernas y los dibujos de encaje acariciaban el nacimiento de sus muslos y el final de su diminuto estómago. Una vez perfectamente colocadas, pasaba la palma de su mano por el raso de la prenda como en un deseo de aplanarla perfectamente sin que quedase la más mínima arruga. Separaba ligeramente sus piernas y sus dedos, en la labor de habiles planchadores, se perdían hasta el fondo permitiéndose la osadía de tocar ligeramente el clítoris. El primer respingo de la mañana. Después se embutía en unas delicadas medias que prendía de un liguero de encaje no exagerado.

El resto de la ropa que debía ponerse carecía de tanta importancia y era tomado del armario con desdén. Algún día un traje sastre, otros unos pantalones y una camisa y lo más habitual unas faldas y algún jersey vaporoso. Después corría. Los ratos de placidez y tranquilidad en la ceremonia del baño y de su vestimenta interior se tornaban en aceleradas caminatas hacia el autobus, en carreras hacia su oficina y en un día vertiginoso de rápidas transacciones comerciales. Todo tiene que hacerse deprisa en el banco, en el templo del oro el tiempo es un bien cotizable.

Tras el almuerzo volvía a la oficina ya despoblada de secretarias y se encerraba en su despacho, castillo fortificado del ejecutivo. En ese momento otro rito. Caían las cortinillas que hasta ese momento le habían permitido ver la labor de sus ayudantes y esperaba una llamada de teléfono. El ring era puntual. Un ronco “soy yo” era la única conversación y comenzaba un agitado movimiento de piernas, un molineteo continuo que apretaba sus muslos fuertemente y la hacían sentir viva. Se dejaba vencer en el sillón y cuando el calor y la humedad empezaban a ser insoportables una de sus manos bajaba a tocar el raso de sus bragas. El clítoris se marcaba sobre él con una dureza que podía hasta molestarle. Los dedos jugueteaban con él hasta que una sacudida interior le hacía arquear su espalda y un grito enmudecido le hacía notar el orgasmo. Se recomponía la ropa y colgaba el teléfono, con la ilusión de que al día siguiente era ella la que diría, como un dulce susurro, hola soy yo.

Las huellas doradas

Anónimo (ni se como llego a mi ordenador)

Martín había vivido gran parte de su vida con intensidad y gozo.
De alguna manera su intuición lo había guiado cuando su inteligencia fallaba en mostrarle el mejor camino.
Casi todo el tiempo se sentía en paz y feliz, ensombrecía su ánimo, algunas veces, esa sensación de estar demasiado en función de sí mismo.
Él había aprendido a hacerse cargo de sí y se amaba suficientemente como para intentar procurarse las mejores cosas. Sabía que hacía todo lo posible para cuidarse de no dañar a los demás, especialmente a aquellos de sus afectos. Quizás por eso le dolían tanto los señalamientos injustos, la envidia de los otros o las acusaciones de egoísta que recogía demasiado frecuentemente de boca de extraños y conocidos.
¿Alcanzaba para darle significado a su vida la búsqueda de su propio placer?
¿Soportaba él mismo definirse como un hedonista centrando su existencia en su satisfacción individual?
¿Cómo armonizar estos sentimientos de goce personal con sus concepciones éticas, con sus creencias religiosas, con todo lo que había aprendido de sus mayores?
¿Qué sentido tenía una vida que sólo se significaba a sí misma?

Ese día, más que otros, esos pensamientos lo abrumaron.
Quizás debía irse. Partir. Dejar lo que tenía en manos de los otros. Repartir lo cosechado y dejarlo de legado para aunque sea en ausencia ser en los demás un buen recuerdo.
En otro país, en otro pueblo, en otro lugar, con otra gente, podría empezar de nuevo. Una vida diferente, una vida de servicio a los demás, una vida solidaria.
Debía tomarse el tiempo de reflexionar sobre su presente y sobre su futuro
Martín puso unas pocas cosas en su mochila y partió en dirección al monte.
Le habían contado del silencio de la cima y de cómo la vista del valle fértil ayudaba a poner en orden los pensamientos de quien hasta allí llegaba.
En el punto más alto del monte giró para mirar su ciudad quizás por última vez.
Atardecía y el poblado se veía hermoso desde allí.
Por un peso te alquilo el catalejo
Era la voz de un viejo que apareció desde la nada con un pequeño telescopio plegable entre sus manos y que ahora le ofrecía con una mano mientras con la otra tendida hacia arriba reclamaba su moneda.
Martín encontró en su bolsillo la moneda buscada y se la alcanzó al viejo que desplegó el catalejo y se lo alcanzó.
Después de un rato de mirar consiguió ubicar su barrio, la plaza y hasta la escuela frente a ella.
Algo le llamó la atención. Un punto dorado brillaba intensamente en el patio del antiguo edificio.
Martín separo sus ojos del lente, parpadeó algunas veces y volvió a mirar. El punto dorado seguía allí.
Qué raro - exclamó Martín sin darse cuenta de que hablaba en voz alta.
¿Qué es lo raro?, preguntó el viejo
El punto brillante, dijo Martín, ahí en el patio de la escuela, siguió, alcanzándole al viejo el telescopio para que viera lo que él veía.
Son huellas, dijo el anciano.
¿Qué huellas?, preguntó Martín.
Te acordás de aquel día... debías tener siete años; tu amigo de la infancia, Javier, lloraba desconsolado en ese patio de la escuela. Su madre le había dado unas monedas para comprar un lápiz para el primer día de clases. Él había perdido el dinero y lloraba a mares, contestó el viejo. Y después de una pausa siguió, ¿Te acordás lo que hiciste?. Tenías un lápiz nuevito que estrenarías ese día. Te arrimaste al portón de entrada y cortaste el lápiz en dos partes iguales, sacaste punta a la mitad cortada y le diste el nuevo lápiz a Javier.
No me acordaba, dijo Martín, Pero eso ¿qué tiene que ver con el punto brillante?.
Javier nunca olvidó ese gesto y ese recuerdo se volvió importante en su vida.
¿Y?
Hay acciones en la vida de uno que dejan huellas en la vida de otros, explicó el viejo, las acciones que contribuyen al desarrollo de los demás quedan marcadas como huellas doradas...
Volvió a mirar por el telescopio y vio otro punto brillante en la vereda a la salida del colegio.
Ese es el día que saliste a defender a Pancho, ¿te acordás?. Volviste a casa con un ojo morado y un bolsillo del guardapolvo arrancado.
Martín miraba la ciudad.
Ese que está ahí en el centro, siguió el viejo, es el trabajo que le conseguiste a Don Pedro cuando lo despidieron de la fábrica... y el otro, el de la derecha, es la huella de aquella vez que juntaste el dinero que hacía falta para la operación del hijo de Ramírez... las huellas esas que salen a la izquierda son de cuando volviste del viaje porque la madre de tu amigo Juan había muerto y quisiste estar con él.
Martín apartó la vista del telescopio y sin necesidad de él empezó a ver cómo, miles de puntos dorados aparecían desparramados por toda la ciudad.
Al terminar de ocultarse el sol, el pueblo parecía iluminado por sus huellas doradas.

miércoles, agosto 17, 2005

Que cosa sucede... (completo)

Villa Broma en los mapas figuraba como un pueblo, aunque muchos no lo consideraban más que un caserío. Tenía 1100 habitantes y dos de afuera. Casi todos eran parientes. Los de afuera un día llegaron, como en realidad se arreglaban con poco ya que vivían en la calle, les gusto y decidieron quedarse. La gente se acostumbro tanto a ellos, que formaban parte del paisaje.
Los acontecimientos importantes causaban el consabido revuelo en Villa Broma. La boda de Mary y Jose no iba a ser lo contrario, aunque no dependiera de ellos.
Después de casi 13 años de noviazgo al final decidieron llegar al altar. Debido al tiempo pasado, deseaban una boda tranquila, en la intimidad. Con lo que el destino les tenia preparado, otra cosa seria y ni ellos se lo imaginaban, eso si con la ayuda de los de afuera y algo más.
Cuando lo decidieron era tres meses antes de la vendimia. El pueblo entero vivía del vino. Se jactaban de tener unos de los mejores de la comarca. Toda fiesta terminaba con las cogorzas del siglo.


Aprovecharon estas fechas, para celebrar la boda. Como la gente estaría dedicada a la vendimia, la deseada intimidad estaría garantizada. Los preparativos comenzaron, eligiendo la iglesia que no sería otra que la ermita del santo como correspondía. Después de ponerse de acuerdo con el cura, en día y hora. José se dedico a llevar los datos a la imprenta del tío Pepe, como lo llamaban. Este llevaba más de 40 años con su trabajo. Realizándolo casi artesanalmente, le daba un toque de sofisticación, eso sí, era medio despistado.
Encargo 100 invitaciones en papel blanco y con letras negras. Algo sencillo, sin ostentación.
El pensaba que todo aquello estaba de más. Las grandes celebraciones no le gustaban. Hubiera preferido pasar por el Juzgado, con la ropa de todos los días, estampar su firma con un sí ante el Juez y listo. Pero sabía que Mary lo anhelaba. Había esperado muchos años. Primero la mili, después los estudios, y después no sabia muy bien que, pero también ese después se había llevado otros 4 años, hasta que decidió pedirle que se casara con él. Por todo eso se lo merecía, no sería él quien se lo arruinara, después de todo sería la madre de sus hijos.
Se dividieron los encargos entre los dos. A él le toco el convite y las invitaciones. A ella lo demás.
Los abuelos de José vivían en una casa grande, cien invitados cabrían sin problema, pensó. Luego de la imprenta se dirigió a hablar con ellos y proponerles festejarlo en el jardín. Por esas fechas estaría terminando el verano, y la abuela lo tendría lleno de flores y verdor. Se pasaba todo el año cuidándolo, cuando llegaba el calor daba gusto sentarse en la hierba al atardecer a tomar limonada y admirar el paisaje. Creía que no existía sitio mejor que el jardín de los abuelos para la boda.
Los ancianos no se pudieron negar a las sugerencias de su nieto mayor. Como lo harían, si no solo era su preferido, luego de pensar muchos años que no estarían ya aquí cuando se casaran, sentían una emoción enorme ante el acontecimiento tan cercano.
José, tenía todo casi resuelto, le faltaba el convite, y para eso se dirigió a ver a su tía Pepi. Era la hermana soltera de su madre, una experta cocinera, sabía que se ocuparía de todo con la mayor precisión desentendiéndose él totalmente del tema.
Su semana terminó. No paró ni un minuto. Su cuerpo lo sentía, se propuso relajarse. Para él que mejor que irse a pescar. El lunes sería otra cosa- pensó, cogió sus bártulos y desapareció por dos días.
La vida en el pueblo transcurría con la normalidad habitual, menos para José y Mary. En especial para José, que sus sentimientos crecían, cambiando del agobio a la felicidad con los días que transcurrían.
Tío Pepe, le dio una fecha para buscar las invitaciones y ese día a primera hora estuvo ahí. Primer problema, el despiste del tío Pepe se presento. En vez de 100 invitaciones hizo 1100. José pensó que haría, le sobrarían un montón y saldrían carícimas. Pero como siempre, Tío Pepe no lo vio así, le dio las cien que necesitaba y las otras se las quedo. Más tarde, las metió en la basura, pero como eran muchas no las rompió pues estaba apurado por cerrar, llegaba tarde a ver el fútbol. El reciclaba el papel, y estas fueron a para a un contenedor fuera de la imprenta para esos menesteres.
En ese momento, pasaba un tal Rodrigo, el bromista del pueblo. Era un tipo simpático, que se jactaba de que sus bodegas eran las mejores del pueblo. En eso quizás tenía razón pues era reconocido en todo el país. Pero gozaba haciendo bromas a todos los que podía.
Se asomo al contenedor. Al observarlo y ver lo que había se le encendió la cara de satisfacción al venirle un flash mental de lo que podía hacer con ellas.
Ni lerdo ni perezoso, las cogió sin no fijarse antes si estaba solo, llevándoselas a su casa para trazar el plan de lo que consideraba la broma de su vida.
Ya en casa, las contó, y eran mil. Para llevar a cabo lo que pretendía tendría que trazar un buen plan. Para no despertar sospechas necesitaba un cómplice que pasara inadvertido. Le dio muchas vueltas al asunto, hasta que pensó en los de afuera. No existía nadie mejor, como siempre estaban tirados en un banco de la plaza, durmiendo la mona, la gente ya ni se fijaban en ellos, eran como muebles dentro del recinto, y por unas pesetas para vino harían lo que fuera.
Cuando llego la noche, salió en su búsqueda, se llevo una botella de tinto para terminar de convencerlos por si ponían pegas. Le costo bastante, pero en cuanto descorchó el tintorro, ya no hubo más resistencia y accedieron por un módico honorario, una caja de su mejor tinto. A Rodrigo le pareció justo y accedió. Sellaron el trato con un brindis los tres. Y para los de afuera esto era como un pacto de sangre, irrompible. Quizás nunca en su vida tendrían otra oportunidad como esta de tomarse seis botellas de unos de los mejores vinos del país. A su vez, Rodrigo, cuando regresaba a su casa, se relamía de pensar lo que se iba a montar.
Los de afuera, conocían a casi todos en el pueblo, y podían deducir a quien no dejarle invitación pues los novios las habrían enviado, lo máximo que podría pasar era que alguien recibiera dos, y en ese caso pensarían que habría sido un error.
Al amparo de la oscuridad de las siguientes noches se dedicaron con ahínco a repartir por los buzones las invitaciones con todas las prisas que 6 botellas de vino fino podían alentar.
Luego de que varias veces casi los pillaran, terminaron con todas y se presentaron en la casa de Rodrigo a informarle de la tarea concluida y cobrar sus honorarios. Con ellas se fueron a su banco de la plaza, volviendo a ser dos muebles en el recinto pues la mona duraría varios días.
Si bien Rodrigo no podía contar a nadie lo que había hecho, su satisfacción iba en aumento. Si el pueblo se enteraba ésta no se la perdonarían. En su foro interno le bastaba con saberlo él solo, tenia que sentarse y esperar que los acontecimientos se desarrollaran solos, ya había puesto su granito de arena en el destino, ahora solo a observar y divertirse de lo lindo.
Los días calurosos del verano transcurrían serenamente hasta que llego la vendimia y con ella la boda.
Los distintos vecinos se pusieron de acuerdo con el alcalde de que ante la amabilidad de la pareja de querer compartir su día señalado con todos, cosa que nunca antes había ocurrido, adelantarían los festejes de la fiesta de fin de la vendimia para que coincidiera con la fecha de la boda, en honor a los novios, y así podrían festejarlo por todo lo alto.
José y Mary, no estaban al tanto de nada, pues en un pleno del Ayuntamiento, se llego al acuerdo de guardar silencio para darles una sorpresa, eso sí, solo irían al convite porque en la ermita no entraban todos, eso era algo muy familiar. Que detalle, pensó Rodrigo que no se perdía ni una de las reuniones que se realizaron a los efectos la comisión de fiestas que formó el alcalde.
La semana antes del día señalado, los novios recibieron montones de regalos y felicitaciones alucinando a colores. Pensaban que amable la gente del pueblo. Seguramente los querían mucho, porque aunque no los habían invitado, tenían una atención con ellos. En el fondo comenzaron a sentirse culpables de no haberlos hecho con más gente, pero no podían si querían mantener las cosas en la más estricta intimidad.
Tía Pepi, se dedico los últimos días al convite. Lo único que dejo para el final fue la tarta. Para sorpresa, el señor alcalde, se presento una tarde en su casa y le comunico que en honor a la parejita, el Ayuntamiento la encargaría a una pastelería de la capital especializada en ello.
Cuando se lo contó a José, esto fue demasiado para él, y comenzó a sospechar que algo sucedía, pero su tía le dijo que no se preocupara, que en el pueblo después de tantos años de espera se ponían contentos con su boda, y como los querían a todos en su familia mucho, era una manera de compartir con ellos sus felicidad. Las explicaciones no le convencieron mucho, pero se quedo más tranquilo, bastante tenía con los nervios al acercarse el día señalado. Quizás tuviera razón.
El pueblo comenzó con los preparativos para la fiesta, se engalanaron balcones con mantones, guirnaldas de flores, banderas de colores. La Vendimia era la fiesta más importante y si le sumaban lo que algunos ya llamaban la boda del año, los preparativos se hicieron con más dedicación que lo normal.
José según se acercaba el momento estaba más nervioso, que le habría podido pasar el mayor de sus deseos por su cara que le daría lo mismo, no se enteraría de nada.
Y el día llego. Todo estaba listo. La fiesta de la vendimia comenzaba al mediodía y la boda era a la par, o casi.
Los amigotes de José le habían preparado la noche anterior al enlace una fiestorra de despedida de solteros que terminó casi de madrugada, con lo cual le costo bastante levantarse a las 9 de la mañana.
En circunstancias normales, con los nervios que tenia no hubiera dormido, pero una buena cantidad de vino hacen milagros. Lo único era la resaca. No podía soportar la luz cuando se levanto, después que el vaso de agua se estampara en su cara para despertarlo, como último recurso. Pues lo habían intentado con todo.
Tenía que despejarse y vestirse. A las 11 debía estar en la iglesia. Luego de una ducha y tomarse todo el brebaje anti resaca que le dio su padre, ya parecía mejor, bueno solo de aspecto pues su cabeza aun tenia martillos invisibles que la atacaban.
Se vistió. Espero en el porche, que su mejor amigo y padrino lo pasara a buscar para llevarlo a la iglesia. Su padre antes que se fuera le dio un abrazo, y le puso un ramillete de jazmines del jardín de su abuela en la solapa del traje. Dijo que era una costumbre familiar llevar eso en el ojal, que pensó que nunca vería cumplida en él con lo que había tardado en casarse.
Cuando llegó a la iglesia, saludo a los que estaban en la puerta antes de entrar. Eran las 10,55. Cinco minutos antes. Los nervios no le dejaban preocuparse de la hora. Sabia que toda novia que se hace rogar. La suya no iba a ser menos después de lo que él la hizo esperar, 13 años.
Los invitados entraban y se sentaban a la izquierda los de la novia, a la derecha los del novio. No paraba de saludar con la cabeza. Por un momento se dio cuenta que había más gente de la invitada. Le comento a su amigo y padrino ese detalle y este le dijo que seguro eran curiosos del pueblo. Su matrimonio había causado gran revuelo después de haber pasado tanto tiempo. Seguro venían a tener tema para cotillear en las partidas de domino. Se rieron juntos. Se relajó algo.
A las 11,45 hs. se puso más nervioso porque Mari no llegaba. Se habrá vuelto atrás? No podía ser. Hasta el cura estaba en el altar esperando.
De repente sonó el órgano, la novia había llegado.
La ceremonia fue muy emotiva, esta demás decirlo, como todas. La tía Pepi no paro de llorar toda la boda. Su nene se estaba casando, no se lo podía creer.
Al terminar, saludaron en el patio de la iglesia. Como era fin del verano, el día estaba soleado y hacia calor, pero soplaba una brisa que llenaba todo el recinto del aroma del jazmín que llenaba las paredes.

Todos estaban muy emocionados. Luego de saludar se subieron al coche que trajo a la novia y se fueron a sacarse las fotos de rigor al parque del pueblo. Existía un lugar donde todas las parejas iban a fotografiarse, pero que últimamente estaba invadido por los dos de afuera que habían acampado ahí mismo.
Cuando llegaron no estaban, menos mal pensó José, es el mejor lugar para las fotos. Estarán durmiendo la mona por ahí.
Luego de la sesión de fotos se fueron para la casa de tía Pepi al convite.
Al llegar les sorprendió la cantidad de gente que había. Parecía que estaba todo el pueblo. Hasta la banda del pueblo comenzó a tocar cuando vio el coche de los novios acercarse.
José no entendía nada. La gente les saludaba con la mano mientras pasaba el coche como si fueran autoridades extranjeras de visita oficial.
-Mary tu sabes lo que esta pasando? De donde salio toda esta gente. Si no falta nadie. ¿No era hoy la fiesta de la vendimia?
-No se, habrán venido a saludar. La fiesta era hoy, pero comenzaba al mediodia, será un detalle de su parte.
Al llegar a la casa de tía Pepi, los esperaba el alcalde y los demás concejales. Con una pancarta que decía “Felicidades a los novios”.
Detrás del alcalde, el tal Rodrigo que no podía más de la risa.
Cuando se bajaron del coche, el alcalde se acercó y le dijo.
-Todos hemos respondido a vuestra invitación con cariño hacia ustedes. Y aquí estamos.
José miro a Mary y demás del grupo de bienvenida, agarro del brazo al alcalde diciéndole…
-Puedo hablar con usted un minuto.
Se retiraron del grupo de bienvenida unos metros. José se sentía incomodo por lo que iba a hacer pero debía saber que pasaba.
-Señor alcalde, discúlpeme mi franqueza, pero nosotros invitamos solo a la familia, no a todo el pueblo. Solo invitamos a 100 personas y aquí debe haber más de mil.
El alcalde estaba sorprendido, y dijo…
-Pues todos hemos recibido invitaciones, - metió la mano en el bolsillo y saco su invitación dándosela a José.
Este la miro, y si tenía razón eran las mismas invitaciones. En eso recordó el despiste de su tío, pero juraría que las tiro a la basura a las que imprimió de más. Llamó a su tío Pepe para preguntarle que había hecho con las invitaciones que sobraron. El alcalde mientras pensaba que habría pasado. En eso miro hacia el grupo de bienvenida, y vio al tal Rodrigo que estaba rojo de hacer fuerza para no reírse, lo conocía bien, sabía que algo había hecho.
-José creo que ya se lo que paso, dijo el alcalde señalando al tal Rodrigo. Seguro fue una de sus bromas. No te preocupes, explicare lo ocurrido y nos iremos como vinimos, es tu boda no te la queremos arruinar. Solamente nos hizo a todos ilusión que quisieras compartir este gran día con nosotros.
José se sentía fatal por todo lo que estaba pasando. Y dijo.
-No, no me molesta, al contrario me siento honrado que estéis todos aquí, pero el convite esta pensado para solo 100 personas, como atendemos a 1100.
-Eso no es problema dijo el alcalde. Hoy coincide con la fiesta del final de la vendimia, haremos traer la fiesta aquí y la festejaremos contigo en el jardín de tu abuela, y si te parece bien, festejamos dos actos importantes para el pueblo juntos, tu boda y la vendimia. Ya averiguaremos mañana que hizo el tal Rodrigo con este lió. Déjamelo a mí. Tú disfruta de la boda con todos.
José accedió. Le contó a Mary lo que había pasado y estuvo de acuerdo. Tía Pepi también. Sería una boda en grande con tanta gente. Solo tardaron los del ayuntamiento en traer la comida y la bebida de la fiesta de la vendimia media hora.
La fiesta fue grandiosa. Todos comieron, bebieron y rieron hasta casi el amanecer.
El único que al final estaba amargado era el tal Rodrigo. No había habido ni gritos, ni enfados, solo diversión, bailes y brindis. Pero se tenia que quedar hasta el final, sino descubrirían la jugada.
Cuando ya amanecía, los novios se despidieron y se fueron. Los invitados también.
El tal Rodrigo agarro su coche y volvió a su casa, mal humorado, al final la cosa no había salido como él esperaba. Al llegar, vio la puerta del jardín abierta y le pareció raro. AL dejar el coche en el garaje encontró una botella de vino rota en el suelo, y pensó… mi bodega.
Salio corriendo escaleras abajo. Encontró la puerta rota y toda la bodega vacía, o casi. Su gran bodega, se la habían robado.
En la otra parte de la ciudad en ese mismo instante, otra fiesta se celebraba. En el parque los dos de afuera se habían reunido con unos amigotes a tomarse las botellas que habían incautado de la bodega del tal Rodrigo cuando no estaba. Pensaron que si les regalo dos caja por hacerle un favor no le iba a molestar que tomaran algunas más prestadas para hacer una fiestecita con los amigo. Él también había estado de fiesta, porque ellos no.

domingo, agosto 14, 2005

Los siete yo

Anónimo

En la hora más tranquila de la noche, cuando estaba ya medio dormido, mis siete Yo se sentaron a conversar en voz baja.

PRIMER YO: Aquí, en este loco, he vivido todos estos años sin tener otra cosa que hacer sino renovar su dolor durante el día y recrear su tristeza por la noche. No puede soportar mas tiempo mi destino y me rebelaré.
SEGUNDO YO: Tu suerte es mejor que la mía, hermano, porque a mi se me asignó ser el Yo alegre de este loco. Yo rio su risa y canto sus horas felices, y con pies tres veces alados danzo sus más luminosos pensamientos. Soy yo quien debe rebelarse contra una existencia tan fatigosa.
TERCER YO: ¿Y que tendría que decir yo, entonces, Yo amoroso, encargado de la antorcha ardiente de pasiones salvajes y fantásticos deseos? Soy yo, el Yo enfermo de amor, quien se rebela contra este loco.
CUARTO YO: Entre todos vosotros, yo soy el más desdichado, porque nada me fue dado sino el abominable odio y el destructivo rencor. Soy yo, el YO tempestuoso, el único nacido en las negras cavernas del Infierno, quien debería protestar de tener que seguir al servicio de un loco.
QUINTO YO: No. Soy yo, el Yo pensante, el Yo imaginario, el Yo hambriento y sediento, el único condenado a vagar sin descanso en busca de cosas desconocidas y de cosas todavía no creadas. Soy yo y no vosotros el que debe rebelarse.
SEXTO YO: ¿Y yo? Soy el Yo trabajador, el insignificante obrero que con sus manos pacientes y sus ojos anhelantes transforma los días en imágenes y da a los elementos amorfos formas nuevas y eternas. Soy Yo, el solitario, quien debe rebelarse contra este inquieto loco.
SEPTIMO YO: Que extraño es que todos queráis rebelaros contra este hombre por tener cada uno de vosotros un destino determinado que cumplir. ¡Ah, ojalá fuera yo como uno de vosotros y tuviera también un Yo con un determinado destino¡ Pero no tengo ninguno, soy el Yo sin ocupación, el que se sienta en silencio, vacío de Tiempo y espacio, mientras vosotros estáis ocupados recreando la vida. ¿Sois vosotros o yo, compañeros, quien debe rebelarse?
Cuando el séptimo Yo hubo hablado, los otros seis lo miraron apenados, pero no dijeron nada. Y cuando la noche se hizo mas profunda, uno tras otro se fueron a dormir arropados en una nueva y satisfecha sumisión.
Pero el séptimo Yo permaneció despierto, mirando la nada que esta detrás de todas las cosas.

viernes, agosto 12, 2005

Que pasaria si

Que pasaria si... todos nos enfermáramos de inmortalidad, pero lo mejor de todo seria que no nos diéramos cuenta que lo estábamos...

Solo Teresa no lo cogió. Ella llego al pueblo, de una excursión por la sierra, que le había llevado toda la semana. No se había enterado que en la tarde del viernes de su partida, una tormenta cubrió toda la comarca. No llovió, solo fue polvo, aunque con un efecto raro. El viento traía hojas, ramas, polvo y algo rojizo sin determinar. Todo comenzó ese el viernes.

Cada persona tenia su rutina diaria fijada. Así doña Pepa, salía a la compra a las 10 después de llevar a los niños a la escuela. Así don Pascual, atendía la consulta desde las 9 a las 17 con dos horas para almorzar. Así doña Prudence atendía el estanco en el horario habitual. Todo era rutina, todo era igual día a día.
Después de la tormenta, todo parecia normal, sacando lo revuelto que podía haber quedado por la propia tormenta.
Cuando Teresa regresó siete días después, todo seguía igual, todos seguían con su rutina y ella no noto nada extraño. Dejo sus petates en su casa, y se dirigió al estanco de doña Prudence a comprar los ansiados cigarrillos que se había olvidado de llevar, y que durante una larga semana hecho en falta. Eso sí, le sirvió para darse cuenta que no lo podía dejar.
- Hola Teresa! - Dijo doña Prudence - Que tal el paseo?
- Bien, lo pasamos muy bien. Vengo por los cigarros que los he echado en falta un montón.
- A Ver cuando dejas el vicio.
- Creo que después de esta semana me será difícil.
- Hasta luego- La saludo y volvió a su casa porque se sentía bastante cansada.
Esa noche se fue a la cama temprano.
Al levantarse al otro día, salió para volver al estanco porque se había olvidado un libro sobre el mostrador. Y volvió a ver a doña Prudence.
-Hola Teresa! Dijo doña Prudence - Que tal el paseo?
-Bien, ayer le conté que lo pasamos muy bien, no se acuerda.
-Ayer, pero si ayer no viniste - Le contesto.
La sorpresa invadió el rostro de Teresa. Y pensó, creo que esta mujer desvaría un poco. Pero como no quería polemizar. No le presto atención. Busco su libro y se fue. Algo parecido le sucedió con doña Pepa que salía a las 10 para hacer la compra, y que se cruzo con ella cuando llegaba el día anterior. También repitió el mismo dialogo palabra por palabra. Teresa saludo pero se quedo pensando que algo raro sucedía. O todo el mundo desvariaba al mismo tiempo, o ella estaba trastocada un poco. Se sentó en un banco de la plaza, abrió su cajetilla de cigarrillos, encendió uno, y comenzó a observar a la gente.
Todo era normal a simple vista, pero algo sucedía. El pueblo estaba inmerso en su rutina diaria. Que era la misma del día anterior. Hasta la misma ropa llevan, -pensó-
Pero con el pasar de la semana la cosa se complico. Teresa se encontraba con la gente y los diálogos se repetían de día en día con textuales palabras. Ella creía que se estaba volviendo locos todos. Y así por meses. Un día simplemente, cuando la loca se creía ser Teresa, se dio cuenta que la única que seguía adelante con su vida era ella, ni las flores, ni los árboles cambiaban con los meses. Simplemente, ella era la única que envejecía.

miércoles, agosto 10, 2005

Espantos de Agosto

Por Gabriel García Márquez

Llegamos a Arezzo un poco antes del medio día, y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacentista que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel recodo idílico de la campiña toscana. Era un domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil, abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto, que sólo íbamos a almorzar.


– Menos mal – dijo ella – porque en esa casa espantan.

Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos de1 medio día, nos burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos con la idea de conocer un fantasma de cuerpo presente.

Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el más insigne de Arezzo.

– El más grande – sentenció – fue Ludovico.

Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra, que había construido aquel castillo de su desgracia, y de quien Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos habló de su poder inmenso, de su amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó cómo fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que a partir de la media noche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor.

El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y el corazón contento, el relato de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanzas de sus dueños sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir un dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado. La segunda planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico.

Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el último leño convertido en piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato al óleo del caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía estancado sin explicación posible en el ámbito del dormitorio.

Los días del verano son largos y parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.

Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no.

Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa navegaba en el más apacible de los inocentes. Qué tontería – me dije –, que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos. Sólo entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la chimenea con las cenizas frías y el último leño convertido en piedra, y el retrato del caballero triste que nos miraba desde tres siglos antes en el marco de oro. Pues no estábamos en la alcoba de la planta baja donde nos habíamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.

miércoles, agosto 03, 2005

Un artista

Por Manuel Mujica Láinez

En la "Hostería de la Manzana de Adán" tenían sus cuarteles unos cuantos literatos y desocupados que solían ir a filosofar frente a su bien abastecida chimenea. Era un viejo mesón cuyas paredes morunas, blanqueadas con cal, brillaban a la luz de la luna.

Allí, entre el humo de las pipas y el chocar de los vasos, los bohemios hacían derroche de espíritu y buen humor. Una vez, por mera curiosidad, visité dicho establecimiento.


El interior constaba de una sala en la que cabrían hasta veinte mesas. A la luz vaga de los candelabros, advertíanse apenas los rostros de los jubilosos escritores; pero sonoras carcajadas delataban su presencia. Recuerdo que llamó mi atención un hombre que, con aristocrático desdén, no parecía querer unirse a los demás.

La luz vacilante de un cirio le daba de lleno en el rostro, en el que ponía largas pinceladas de oro. Era alto y fino. Evocaba los lienzos borrosos de Holbein y de los maestros flamencos.

Los lacios cabellos y la barba rubia prestábanle cierto parecido con San Juan Evangelista. Pero lo que más me impresionó fueron sus ojos, maravillosamente puros y azules, llenos de dulzura. Estaba de pie, apoyado contra el dintel de una puerta, y fumaba lentamente en una larga pipa de porcelana alemana. Ignoro de qué modo trabé relación con él. Como por artes mágicas me vi sentado frente a él, ante una mesa en que brillaban dos gruesos vasos de cerveza.

Fijeme, entonces, en su raído traje y en la corbata romántica, anudada con despreocupación, y pensé: un poeta. Era un pintor. Así me lo dijo mientras que, en el desvencijado pianillo, una mujer de grandes ojos rasgados comenzó a tocar un nocturno de Chopin.

Apagáronse los profanos murmullos. Suavemente, con voz musical que parecía seguir el ritmo doloroso del Nocturno, mi pintor habló. Pertenecía a la escuela de los artistas que quieren revivir en sus telas el arte muerto de Bizancio. Con los ojos cerrados, acariciándose la barba, narró el fasto de las opulentas ciudades de Teodora.

Fue un verdadero friso, un bajorrelieve, el que puso ante mis ojos deslumbrados.

Y había en él patriarcas severos, emperadores indolentes y cortesanas suntuosas, envueltos todos en el fulgor extraño de las joyas. Los inmensos palacios de mármol y mosaicos se levantaban, piedra a piedra, en mi imaginación. Veía el brillo de las tierras y el de los pesados anillos en las manos imperiales. Athenais... Irene... Las cúpulas de las basílicas se erigían como metálicos yelmos sarracenos.

Hechizado, lo escuchaba yo. Este hombre era un artista. Un verdadero artista. Hablaba de su arte, de sus ideales, con religioso fervor, como puede un sacerdote hablar de su culto.

Luego, sin transición, fija la mirada en un punto inaccesible, el desconocido me contó su vida, azarosa y miserable. A pesar de su profundo conocimiento de la historia antigua y de sus notables estudios bizantinos, el triunfo no había coronado sus esfuerzos.

Ahora, indiferente, vivía su vida interior sin preocuparse de lo que lo rodeaba. Tenía una gran indulgencia para con todos y su única defensa contra las adversidades y el hastío era encogerse de hombros.

-Ahí tiene usted a esos pobres muchachos -me dijo, señalando un grupo de jóvenes melenudos-. No hay ni uno de ellos que valga y, sin embargo, véalos usted felices, alegres, llamándose "maestro" mutuamente... A veces, vienen y me leen sus versos.

En sus sienes las venas azules y bien marcadas se hinchaban. Yo miraba sus manos de marfil viejo que, exhaustas, descansaban sobre la mesa. Temblaron un poco sus labios finos y sonrió con amargura.

En ese instante, el San Juan Evangelista se borró por completo de mi mente. Me parecía mi interlocutor un soberano oriental, un sátrapa persa, despreocupado y lánguido, como esos cuyo perfil voluptuoso se esfuma suavemente en las viejas monedas de oro del Asia Menor.

Se levantó y me dio la mano. Partía. Díjome que se llamaba Diego Narbona y vivía allí cerca. Quedé solo en mi mesa. Allá lejos, la chimenea murmuraba su triste cantar.

El humo era tan espeso que parecía envolvernos una densa niebla. Del grupo de los jóvenes melenudos uno recitaba... Mon âme est une Infante en robe de parade. Yo pensaba en mi pintor. Veíalo revistiendo el manto imperial de Justiniano, y elevando, con las manos cargadas de anillos, una pesada diadema. Una mujer hermosísima, hincada ante él, aguardaba el instante solemne de la coronación. Y esa mujer era la Belleza.

Aux pieds de son fautiel allongés noblement, deux lévriers d'Ecosse aux yeux mélancoliques...

Alguien, con el pie, marcaba el fin de cada verso. Detrás del mostrador, la hostelera miraba con admiración a sus parroquianos. A veces sonreía, mostrando un diente negro.

Encima de una mesa descansaba un grueso Diccionario Enciclopédico, y un muchachito pecoso lo hojeaba lentamente, leyendo por lo bajo: "Asur... Asur... Asurbanipal..." Despertándome bruscamente de un sueño recién comenzado, la puerta de entrada se abrió de par en par, y una mujer joven y bonita entró, llorando desesperadamente.

Su brazo sangraba.

-¿Otra vez aquí? -gruñó la mesonera de malhumor.

El más joven de los poetas se acercó a ella.

-¿Te ha pegado de nuevo? -dijo.

-Sí... Porque dejé que se quemara la tortilla...

Yo me aproximé. Parecíame imposible que un hombre pudiera maltratar a una mujer tan frágil... ¡Ah! Si mi amigo el pintor estuviera aquí, ¡cómo sabría consolarla! ¡Con qué suaves inflexiones de voz calmaría...! Compasivo, me acerqué más aún.

Ideas vengativas cruzaron por mi cerebro al verla tan bella, tan débil.

-¿Cómo se llama su marido? -rugí.

Ella levantó hacía mí sus ojos claros y azules que me recordaban otros dos ojos claros y azules, llenos de dulzura y pureza:

-Diego Narbona -me dijo...