lunes, junio 04, 2007

El retorno

Por Annabel Miguelena
(Panamá)

Recuerdo cada verano como si fuera ayer. Cada vez que mis padres y yo íbamos de pesca, preparábamos lo indispensable para acampar poco menos de una semana.
En realidad no sé qué de extraordinario le hallaban a ese lugar. Un lago, flores para botar, aves de mil colores y árboles que ni se diga. Nada fuera de lo común. Pero mamá insistía en que el aire de ese sitio llevaba consigo en cada molécula justo lo que le hacía falta, y aunque ni ella misma lograba encontrar qué era, me conformaba con verla feliz por lo menos en esa época del año. Ni siquiera me tomaba la molestia de descifrar cada uno de sus enredos. ¡Mujeres! No hay que entenderlas, simplemente quererlas, como decía el abuelo.
De los tres, yo era siempre el más aburrido. Nunca tuve la habilidad de papá para engañar a los peces con una carnada, y no había cosa en el mundo que me hiciera perder la paciencia más que ese tonto jueguito. Por eso cada vez que mis padres hacían ademán de ir rumbo al lago, yo me las ingeniaba para evadir su tácita invitación.
Alguna que otra vez les hacía compañía, pero en cuanto podía, me escabullía directo al bosque imitando los sigilosos pasos de un ladronzuelo. Y eso sí, no se me ocurría volver al campamento sin antes haber cortado un par de margaritas que me echaran una mano para reducir, al menos a la mitad, los regaños que me esperaban por mi astuta escapada.

A papá nunca le llevaba nada. Para qué. Si con que mamá le insistiera que no me reprendiera era más que suficiente para deshacerme de su interminable sermón. Complacerla era su pasatiempo favorito.
Pero es que bien merecido tenía cualquier castigo. Pasaba horas y horas entre los árboles, confundiéndome con cada uno ellos en medio del espeso bosque, sin dar señales de vida y sin más compañía que la de mi balón de fútbol.
Eso me traía sin cuidado. Siempre fui un niño solitario y jamás me había enfermado por eso, aunque en el fondo siempre deseé un hermanito. Pero si no quería ser acreedor de un tapabocas ni ver llorar a las señora de Santamaría por mis impertinentes comentarios, mejor me mordía la lengua antes de pedir uno.
Justo cuatro años atrás a mi vieja se le complicó el parto. Parece ser que la criatura no recibió suficiente oxígeno e inevitablemente falleció. Después que se fue con Papá Dios,¡ni pensar en otro bebé! Mamá nunca pudo superarlo. Nunca.
¡Qué remedio! Además, llevar por siempre el título de “único y primogénito” no me quedaba tan mal.
Desde pequeño me habitué a estar sin nadie, aunque no puedo negar que conocía todos los tipos de amigos habidos y por haber: imaginarios, de carne y hueso, hipócritas, sinceros. De todo, pero el chico del verano pasado era algo fuera de lugar. Su presencia no hizo más que revolver la monotonía de los clásicos días de pesca.
Mientras jugaba yo solo al fútbol con más hiperactividad que el abuelo cuando consume cafeína, escuché una vocecita llamarme con tono de preocupación: “¡Oye Ariel, cuidadito y te lesionas el tobillo otra vez!”
En ese momento sentí que la decisión más importante de mi vida era elegir entre voltearme o salir corriendo donde mamá.
Ni pensarlo. Siempre me la había tirado del más machito como para venir a flaquear ahora y a plena luz del día.
Lo vi. Estaba sentado sobre el pasto con sus piernecitas entrecruzadas.
Desde ese día nos hicimos los mejores amigos. No sabía nada de él. Ni de dónde venía ni dónde vivía. Absolutamente nada. Cuando le pregunté su nombre, encogió los hombros como para ahorrarse la tarea de decir un no sé.
Era un chico algo raro, pero eso qué importaba, siempre y cuando me hiciera compañía.
Lo más misterioso del caso era que él conocía tantas cosas de mí como si fuera mi confidente número uno.
“¿Por qué no te agrada quedarte en el lago? Te llamas Ariel Santamaría ¿cierto? ¿Por qué eres tan tonto para las matemáticas? Veeeeelo, te gusta Carolina.” Y hasta sabía que sufría del tobillo desde mi última caída.
Mejor le seguía la corriente y ni lo cuestionaba al respecto. A ver si se hartaba de mí y me quedaba solo otra vez.
¡Nos divertíamos tanto juntos! Haber reemplazado las canicas y los videojuegos por cada una de sus disparatadas travesuras fue la mejor inversión que pude haber hecho en mi vida.
Ya me iba acostumbrando poco a poco a él. Me enseñó cómo cortar todas las ramas de la teca ahí sembrada y a pegarlas de vuelta con baba de caracol. Nos correteábamos el uno al otro en medio de los viejos troncos. Yo siempre fui más veloz que él y terminaba agazapando su débil cuerpecito. No parecía un niño saludable. A veces se agitaba como un verdadero asmático a quien el aire le huye. Como si todo el oxígeno cambiara el trayecto a sus pulmones y se desviara a otro lugar. Por eso no me cabía en la cabeza que fuera el máster jugando a la paz, como él lo llamaba. Escarbaba hoyos de dos metros de profundidad y luego se enterraba en ellos por horas. ¡Qué diversión! Sentarme a esperar cuánto era capaz de soportar bajo tierra era más emocionante que las carreras de automóviles.
Siempre me pregunté qué tanto hacía allá abajo, pero nunca tuve las agallas de aceptar alguna de sus insistentes invitaciones. Decía que era un tonto por no querer ir. Que por abajo se llegaba a arriba y que arriba se la pasaba fenomenal.
No comprendía una sola palabra, pero nunca le exigí una explicación. ¡Qué más daba! Me sentía bien viéndolo jugar a la paz y papá decía que las cosas buenas no hace falta entenderlas.
Un día todo fue diferente. Como de costumbre se le había antojado un paseo subterráneo y yo, para no variar la rutina, me senté a esperar que estuviera de vuelta.
Esta vez no pasó ni medio minuto cuando el movimiento de algunas raíces me avisaba su pronto regreso. Fruncí el ceño por la inusitada situación. Creí que algo malo había pasado, pero me sorprendió con una sonrisa que no me cuadraba.
Empezó a sacudirse el polvo de sus raídos pantaloncitos y sólo lo escuchaba gritar: “¡Ven Ariel! ¡Date prisa! ¡Ya es la hora! ¡Ya es la hora!”
Como siempre, era más fácil entender el japonés.
“¡Oye Ariel, que te estoy llamando! ¡Ven, viste, ven! En serio, te aseguro que te encantará. Mira, acompáñame y si no te gusta, te puedes regresar”.
Y así intentaba convencerme hasta que se cansó de insistir.
Lo último que escuché de él fueron las más extrañas de sus incomprensibles palabras: Dile a mamá que la necesitas. “Dile que donde voy no hace falta respirar. Que es absurdo que sufra por mí”. Sí, eso dijo.
Hasta la fecha nadie me cree lo que sucedió aquel verano.

1 comentario:

Anónimo dijo...

me parece muy hermosa y suave de leer su narrativa y a la ves me encanta la mezcla de lo cotidiano con ese encuentro del mas alla..

Octavio