jueves, agosto 06, 2009

il Conde

de Joseph Conrad

Vedi Napoli e poi morí.

La primera vez que mantuvimos una conver¬sación fue en el Museo Nacional de Nápoles, en las salas del piso bajo que guardan la famosa colección de bronces de Herculano y Pompeya, aquel maravilloso legado del arte antiguo, cuya delicada perfección nos ha sido preservada de la catastrófica furia de un volcán.
Fue él quien primero me dirigió la palabra, a propósito del célebre Hermes Paciente, que ha¬bíamos estado viendo juntos. Decía las cosas acos¬tumbradas sobre aquella pieza tan admirable. Nada profundo. Su gusto era más bien natural que cultivado. Era obvio que había visto muchas cosas delicadas en su vida y las apreciaba: pero no usaba la jerga del dilettante o del connoisseur. Una tribu odiosa. Hablaba como un hombre de mundo bastante inteligente, el perfecto caballe¬ro a quien nada afecta.
Hacía unos cuantos días que nos conocíamos de vista. Alojado en el mismo hotel –bueno pero no exageradamente de moda– había nota¬do su presencia en el vestíbulo entrando y sa¬liendo. Juzgué que se trataba de un antiguo y respetable cliente. La reverencia del conserje del hotel era cordial en su deferencia, y él lo acusa¬ba con familiar cortesía. Para los sirvientes era II Conde(1). Había una disputa acerca de la sombrilla de un hombre –de seda amarilla con forro blanco–, que los camareros habían des¬cubierto junto a la puerta del comedor. Nuestro portero, rebosante de dorados, la reconoció y le oí dirigirse a uno de los ascensoristas para que alcanzara corriendo a II Conde y se la diera. Tal vez fuera el único conde alojado en el hotel o quizás por su probada fidelidad a la casa le habían conferido la distinción de ser el Conde par excellence.
Habiendo conversado en el museo (donde, por cierto, había expresado su disgusto por los bustos y estatuas de los emperadores romanos de la galería de los mármoles: sus caras eran demasiado rigurosas, demasiado pronunciadas para él), habiendo ya conversado con él por la mañana, no me consideré un intruso cuando, aquella noche, encontrando el comedor muy lleno, le propuse compartir su pequeña mesa. A juzgar por la tranquila urbanidad con que dio su consentimiento él tampoco lo consideró. Su sonrisa era muy atractiva.
Cenaba siempre con chaleco de noche y smo¬king (así lo llamaba él) con corbata negra. Todo ello de muy buen corte, aunque no nuevo, justo como deben ser esas cosas. Era muy correcto en su vestimenta a cualquier hora del día o de la noche. No cabe duda de que su existencia entera había sido correcta, bien ordenada y convencio¬nal, no perturbada por acontecimientos sorpren¬dentes. Su pelo blanco, peinado hacia arriba muy por encima de su eminente frente, le daba aires de idealista, de hombre imaginativo. Su bigote blanco, espeso pero cuidadosamente cortado y arreglado, tenía en el centro una agradable man¬cha dorada. A través de la mesa me llegó el ligero olor de algún perfume muy bueno y de puros de calidad (este último, un olor difícil de dar con él en Italia). Era en sus ojos donde más se notaba su edad. Parecían un poco cansados, con los párpados arrugados. Debía tener sesenta o tal vez un par de años más. Y era comunica¬tivo. No me atrevería a calificarle de cotilla, pero era indudablemente comunicativo.

Había probado varios climas: Abbazzia, la Riviera y otros varios sitios –me dijo–, pero el único que le iba era el clima del golfo de Nápoles. Los antiguos romanos, quienes –me seña¬ló– eran hombres expertos en el arte de vivir, sabían muy bien lo que hacían cuando constru¬yeron sus villas en estas orillas, en Baiae, en Vico, en Capri. Bajaron al mar en busca de salud, trayéndose su comitiva de mimos y flautistas para entretener su ocio. Consideraba muy pro¬bable que los romanos de las clases altas estaban particularmente predispuestos a las más dolorosas afecciones reumáticas.
Esta fue la única opinión personal que le oí expresar. No estaba basada en ninguna erudición especial. De los romanos no sabía más de lo que suele saber cualquier hombre de mundo media¬namente informado. Discutía por propia expe¬riencia. El mismo había sufrido una peligrosa afección reumática hasta que encontró alivio en este mismo rincón del sur de Europa.



De esto hacía tres años, y desde entonces se había aposentado a las orillas del golfo, en uno de los hoteles de Sorrento o en una pequeña villa alquilada en Capri. Tenía un piano y unos pocos libros; hacía amistades pasajeras de un día, una semana o un mes entre el flujo de via¬jeros de toda Europa. Se le puede imaginar sa¬liendo a dar sus paseos por las calles y vías, haciéndose conocer por mendigos, tenderos, niños, campesinos, hablando amablemente a los contadini por encima de las tapias y regresando a sus habitaciones o a su villa para sentarse frente al piano, con su pelo blanco peinado hacia arriba y su espeso y arreglado bigote, «para to¬carme un poco de música». Y desde luego, para variar, estaba al lado Nápoles: vida, movimiento, animación, ópera. Un poco de entretenimiento, como él dijo, es necesario para la salud. De hecho, mimos y flautistas. Sólo que, a diferen¬cia de los magnates de la antigua Roma, no tenía asuntos pendientes en la ciudad que le ale¬jaran de estas moderadas delicias. No tenía asun¬to alguno. Seguramente en la vida nunca había tenido asuntos graves que atender. Era una existencia benévola, con sus alegrías y penas re¬guladas por el curso de la Naturaleza –bodas, nacimiento y muertes–, dominadas por los usos prescritos de la buena sociedad y protegidas por el Estado.
Era viudo; pero en los meses de julio y agosto se arriesgaba a cruzar los Alpes por seis sema¬nas para visitar a su hija casada. Me dijo su nombre. Era el nombre de una familia muy aris¬tócrata. Tenía un castillo –creo que en Bohe¬mia–. Su propio nombre, extrañamente, nunca lo mencionó. Quizá pensaba que lo había visto en la lista de huéspedes. La verdad, nunca lo miré. De todas formas, era un buen europeo –que yo supiera hablaba cuatro idiomas– y era hombre de fortuna. No de gran fortuna, como era evidente y apropiado. Me figuro que ser ex-tremadamente rico le hubiera parecido impropio, outré, decididamente demasiado molesto. Y tam¬bién, evidentemente, la fortuna no la había hecho él. No es posible hacerse una fortuna sin algo de rudeza. Es cuestión de temperamento. Su ca¬rácter era demasiado amable para la contienda. En el curso de la conversación mencionó su finca, por casualidad, refiriéndose a aquella dolorosa y alarmante afección reumática. Un año en que incautamente se quedó al otro lado de los Alpes hasta mediados de septiembre, tuvo que guardar cama durante tres meses en aquella casa de campo solitaria sin nadie más para atenderle que su mayordomo y la pareja de guardas. Porque, como él mismo expresaba, «allí no tenía servi¬cio». Sólo había ido un par de días para confe¬renciar con su agente inmobiliario. Se había pro¬metido no volver nunca a ser tan imprudente en el futuro. Las primeras semanas de septiembre le encontrarían a orillas de su querido golfo. Cuando se viaja se encuentra uno algunas veces con semejantes tipos solitarios cuya única ocupación es la espera de lo inevitable. Muertes y bodas los rodean de soledad, y no puede uno culpar sus esfuerzos por hacer la espera lo más leve posible. Como él me señaló:
–A mis años estar libre de dolor físico es una cuestión muy importante.
No hay que imaginar que fuera un aburrido hipocondríaco. Era demasiado bien educado para ser fastidioso. Tenía buen ojo para las pequeñas debilidades humanas. Pero era un ojo afable. Como compañero era descansado, fácil y agra¬dable para las horas de la sobremesa. Pasamos tres noches juntos, y luego tuve que dejar Nápoles rápidamente para cuidar a un amigo que había enfermado seriamente en Taormina. II Conde, que estaba desocupado, me acompañó a la estación para despedirse. Estaba yo algo trastornado, y su ociosidad estaba siempre dis¬puesta para la gentileza. No era, desde luego, un hombre indolente.
Recorrió el tren asomándose a los vagones para buscarme un buen asiento, y luego se quedó hablando conmigo alegremente desde abajo. Me confesó que me iba a echar de menos aquella noche y me anunció que, después de cenar, su intención era ir a escuchar la orquesta en el jardín público, la Villa Nazionale. Se entreten¬dría oyendo música excelente y contemplando a la mejor sociedad. Habría mucha gente, como de costumbre»
Me parece aún verle con su rostro levanta¬do, una sonrisa amistosa debajo de su abun¬dante bigote, y sus gentiles ojos cansados. Al em¬pezar a marchar el tren, se dirigió a mí en dos idiomas, primero en francés, diciendo Bon vo¬yage, luego en su buenísimo inglés, algo enfá¬tico, animándome al ver mi preocupación. «¡To¬do irá bien!»
A los diez días volví a Nápoles al haber en¬trado la enfermedad de mi amigo en una fase favorable. No puedo decir que había pensado mucho en II Conde en mi ausencia, pero al entrar en el comedor le busqué en su sitio habitual. Imaginaba que habría vuelto a Sorrento y su piano, sus libros y su pesca. Era gran amigo de todos los marineros y, cuando se embarcaba, pescaba mucho con sedal. Pero distinguí su cabeza blanca entre la multitud de cabezas, y aun de lejos, noté algo raro en su actitud. En lugar de estar sentado derecho, mirando a su alrededor con vigilante urbanidad, se caía sobre su plato. Estuve parado frente a él un buen rato antes de que mirara hacia arriba, un poco salvajemente, si puede relacionarse palabra tan fuerte con su tan correcta apariencia.
–¡Ah, mi querido señor! ¿Es usted? –me sa¬ludó–. Espero que todo marche bien.
Fue muy amable con respecto a mi amigo. De hecho, siempre era amable, con aquella ama¬bilidad de la gente que es sinceramente humana. Pero esta vez le costó un gran esfuerzo y sus intentos de conversación general cayeron en el tedio. Se me ocurrió que quizás estuviera indis¬puesto. Pero antes de poder hacer la pregunta, murmuró:
–Aquí me tiene usted, muy triste.
–Lo lamento –dije–. Confío en que no habrá tenido malas noticias.
Era muy amable al interesarme por él. No. No era lo que suponía, a Dios gracias. Y se quedó muy quieto como si retuviera el aliento. Luego, acercándose un poco, y en un extraño tono de respetuoso embarazo, me hizo su con¬fidente.
–La verdad es que me ha ocurrido una aven¬tura muy, ¿cómo diría yo?, abominable.
La energía del epíteto era realmente sorpren¬dente en aquel hombre de sentimientos moderados y suave vocabulario. Hubiera creído que la palabra desagradable encajaría holgadamente en la peor de las experiencias que le hubiese podido ocurrir a un hombre de su clase. Y una aventura, también. ¡Increíble! Pero es propio de la natu¬raleza humana pensar en lo peor; y confieso que le miré con cautela, preguntándome qué era lo que podía haber hecho. En un momento, sin em¬bargo, desaparecieron mis inmerecidas sospe¬chas. Había un refinamiento fundamental en este hombre que me hizo abandonar toda idea de algún enredo más o menos deshonroso.
–Es muy serio. Muy serio –proseguía agita¬do–. Se lo contaré después de la cena, si me lo permite. Le expresé mi total consentimiento con una pequeña reverencia nada más. Quería darle a entender que no iba a obligarle a cumplir aquel ofrecimiento, si más adelante se lo pensaba mejor. Hablamos de cosas indiferentes, pero con dificultad; de modo muy distinto a nuestras conversaciones previas, fáciles y chismosas. Noté que la mano con la que se llevaba un trozo de pan a sus labios temblaba. Este síntoma, en relación con mi lectura de aquel hombre, era francamente alarmante.
En la sala de fumadores no vaciló en abso¬luto. En cuanto hubimos tomado nuestros asien¬tos habituales se inclinó hacia mí, por encima del brazo del asiento, y me miró francamente a los ojos.
–¿Recuerda usted –empezó– el día en que se marchó? Le dije entonces que iría por la noche a Villa Nazionale a oír música.
Me acordaba. Su vieja y elegante cara, tan fresca para su edad, y desprovista de cualquier rastro de experiencias difíciles, parecía agobiada por un instante. Era como una sombra pasajera. Devolviéndole su intensa mirada, tomé un poco de café. Era sistemáticamente minucioso en su narración; creo que era, sencillamente, para im¬pedir que le dominara su excitación.
Al marcharse de la estación tomó un helado y leyó el periódico en un café. Luego volvió al hotel, se vistió para la cena y cenó con buen ape-tito. Después de cenar se quedó en el vestíbulo (allí había mesas y sillones) fumándose un puro; habló con la hijita del primo tenore del Teatro de San Carlo, e intercambió unas palabras con aquella «amable dama», la mujer del primo te¬nore. No había función aquella noche y esta gente se iba también a la Villa. Salieron del hotel. Muy bien.
En el momento de seguir su ejemplo –eran ya las nueve y media– recordó que llevaba en la cartera una cantidad de dinero bastante im-portante. Por lo tanto, entró al despacho y de¬positó la mayor parte de él en manos del con¬table del hotel. Hecho esto, cogió una carozella que le condujo a la orilla del mar. Salió del taxi y entró andando en la Villa por el lado de Largo di Vittoria.
Me miró intensamente. Y entonces comprendí cuan impresionable era realmente. Cada peque¬ño hecho y acontecimiento de aquella noche re-saltaba en su memoria como si estuviera dotado de un significado místico. El que no mencionara el color de la jaca que tiraba la carozella, y el aspecto del hombre que la conducía, era una mera inadvertencia causada por su agitación, que reprimía varonilmente.
Entonces había entrado en la Villa Nazionale por el lado de Largo di Vittoria. La Villa Na¬zionale es un jardín público dividido en parcelas de hierbas, matorrales y parterres, entre las casas de la Riviera de Chiaja y las aguas de la bahía. Paseos arbolados, más o menos paralelos, reco-rren toda su longitud, que es considerable. En el lado de la Riviera de Chiaja los tranvías eléc¬tricos pasan cerca de las barandillas. Entre el jardín y el mar hay un paseo que está de moda; una calle ancha bordeada por un muro bajo, detrás del cual salpica el Mediterráneo con mur¬mullos suaves cuando hace buen tiempo.
Como en Nápoles la vida se prolonga hasta muy entrada la noche, el paseo estaba en plena actividad con un brillante enjambre de lámparas de carruaje moviéndose a la par, unas arrastrán¬dose lentamente, otras corriendo rápidamente bajo la tenue e inmóvil línea de lámparas eléctri-cas que bordean la orilla. Y un brillante enjam¬bre de estrellas colgaba sobre la tierra –zum¬bante de voces, amontonadas de casas, resplandeciente de luces– y por encima de las chatas y silenciosas sombras del mar.
Los jardines mismos no están muy bien ilu¬minados. Nuestro amigo avanzaba entre tupidas tinieblas, con los ojos fijos en una distante re¬gión luminosa que se extiende por casi toda la anchura de la Villa, como si el aire que allí había resplandeciera con su propia luz fría, azulada y brillante. Este lugar mágico, detrás de los troncos negros de los árboles y masas de entintado fo¬llaje, exhalaba sonidos suaves mezclados con arranques de bramidos metálicos, repentinos es¬tallidos de metal y graves ruidos sordos vibrando.
Según iba avanzando, todos estos ruidos se juntaban formando una pieza de complicada música, cuyas armoniosas frases llegaban persua-sivamente a través de un desordenado murmullo de voces y de un arrastrar de pies en la grava de aquel espacio abierto. Un enorme gentío, su¬mergido en la luz eléctrica como en un baño de algún fluido radiante y tenue derramado sobre sus cabezas mediante globos luminosos, se amon¬tonaba a centenares alrededor de la banda. Otros centenares más estaban sentados en las sillas, en círculos más o menos concéntricos, recibien¬do impávidos las grandes olas de sonido que de-caían hacia la obscuridad.
El Conde penetró en la multitud, arrastrán¬dose con tranquilo placer, escuchando y observando las caras. Todo gente de buena sociedad: madres con sus hijas, padres e hijos, hombres y mujeres jóvenes, hablando, sonriendo, saludán¬dose con la cabeza. Cantidades de caras bonitas y cantidades de bonitas toilettes. Había, natu¬ralmente, una gran variedad de tipos: viejos vis¬tosos de bigotes blancos; gordos, flacos, oficiales en uniforme; pero lo que predominaba, me dijo, era el tipo de joven del sur de Italia, de tez incolora y clara, labios rojos, pequeño bigote azabachado y ojos negros y líquidos tan maravillo¬samente efectivos para mirar de reojo o con ceño.
Retirándose de la multitud, el Conde compar¬tió una pequeña mesa enfrente de un café, con un joven de ese mismo tipo. Nuestro amigo tomó una limonada. El joven estaba de mal genio, sentado delante de un vaso vacío. Miró una vez hacia arriba y bajó la mirada. También se ladeó el sombrero hacia adelante. Así...
El Conde hizo el gesto de un hombre echán¬dose el sombrero hacia adelante por encima de la frente y siguió:
–Pensé: debe estar triste; algo le ocurre; los jóvenes tienen sus problemas. No le hago caso, por supuesto. Voy a pagar mi limonada y me alejo.
Paseando por las cercanías de la banda, el Conde cree que vio dos veces a aquel joven erran¬do por entre la multitud. Una vez se encontraron sus ojos. Debió de ser el mismo joven, pero ha¬bía tantos de ese tipo que no podía estar seguro. Además, no le había preocupado demasiado; únicamente le había extrañado el marcado y dis¬plicente descontento de aquella cara.
Luego, cansado del sentimiento de encierro que puede uno experimentar entre el gentío, el Conde se alejó de la banda. Un callejón, por con¬traste muy obscuro, se presentó apetecible con su promesa de soledad y frescura. Entró en él, andando lentamente hasta que el sonido de la orquesta quedó amortiguado claramente. Luego volvió, y una vez más dio la vuelta. Hizo esto varias veces antes de notar que había alguien ocupando uno de los bancos.
Como el sitio estaba a mitad de camino entre los dos faroles, la luz era débil. El hombre es¬taba tumbado en un rincón del asiento con las piernas estiradas, los brazos cruzados y la cabe¬za caída sobre el pecho. No hizo movimiento alguno, como si se hubiera quedado dormido, pero cuando el Conde pasó por segunda vez ha¬bía cambiado de postura. Estaba sentado, dobla¬do hacia adelante. Sus rodillas le sujetaban los codos, y sus manos liaban un cigarrillo. No miró hacia arriba ni una sola vez.
El Conde prosiguió su paseo alejándose de la banda. Volvió tranquilamente, dijo. Me lo ima¬gino, gozando plenamente, pero con su tranqui¬lidad habitual, de la suavidad de esta noche sureña y los sonidos de la música, agradable¬mente, atenuados por la distancia.
Al rato se aproximó por tercera vez al hom¬bre del banco, que seguía doblado hacia adelante, con los codos en las rodillas. Era una pose de abatimiento. En la semiobscuridad del callejón, el cuello alto y los puños de su camisa eran como pequeñas manchas de blanco lívido. El Conde dijo que había notado que se levantaba brusca¬mente como si fuera a marcharse, pero casi antes de darse cuenta, el hombre estaba de pie ante él, pidiendo en voz baja y suave si el signore sería tan amable de darle fuego.
El Conde contestó a esta pregunta con un cortés «desde luego» y bajó sus manos con la intención de hurgar en los bolsillos de sus pan¬talones en busca de cerillas.
–Bajé las manos –dijo–, pero no llegué a meterlas en los bolsillos. Sentí una presión aquí...
Puso la punta del dedo en un punto justo de¬bajo del esternón, el mismo lugar del cuerpo hu¬mano en donde un caballero japonés comienza la operación de Harakiri, que es un tipo de sui¬cidio que sigue al deshonor, después de un into¬lerable ultraje a la delicadeza de sus sentimientos.
–Eché una mirada hacia abajo –siguió el Conde con espantada voz–, ¿y qué es lo que veo? ¡Un cuchillo! Un largo cuchillo...
–¡No querrá usted decir –exclamé sorpren¬dido– que le han atracado de este modo en la Villa, a las diez y media y a un tiro de piedra de miles de personas!
Asintió con la cabeza varias veces, mirándo¬me fijamente y con todas sus fuerzas.
–El clarinete –declaró solemnemente acababa su solo, y le aseguro que oía cada nota. Luego la banda estalló fortissimo y aquella cria¬tura giró sus ojos e hizo rechinar sus dientes, siseándome con la mayor ferocidad: «¡Silencio!, ningún ruido o...»
No podía recuperarme de mi asombro.
–¿Qué tipo de cuchillo era? –pregunté estú¬pidamente.
–Una hoja larga. Un puñal, quizá un cuchi¬llo de cocina. Una hoja larga y estrecha. Bri¬llante. Y también brillaban sus ojos. Y sus blancos dientes. Los veía. Tenía una expresión muy feroz. Pensé: «Si le golpeo me matará.» ¿Cómo podría luchar contra él? El tenía el cuchillo y yo nada. Tengo casi sesenta años, sabe, y él era un joven. El joven con quien me había encontrado en medio de la multitud. Pero no podía estar seguro. Hay tantos como él en este país.
La angustia de aquel momento se reflejaba en su rostro. Pienso que debió quedarse de pie¬dra del susto. Sin embargo, sus pensamientos seguían muy agitados. Abarcaban todos los posi¬bles peligros. Se le ocurrió la idea de lanzar un vigoroso grito pidiendo ayuda. Pero no lo hizo, y por esta razón me hice con una muy buena opinión sobre el dominio sobre sí mismo. Com¬prendió en un instante que nada impediría gri¬tar también al otro.
–En un segundo aquel hombre hubiera podi¬do deshacerse de la navaja y fingir que yo era el agresor. ¿Por qué no? Podría haber dicho que le había atacado. ¿Por qué no? Ambas historias eran increíbles. Hubiera podido decir cualquier cosa, haberme acusado de algo que me resultase deshonesto, ¡qué sé yo! Por su vestimenta no pa¬recía un vulgar ladrón. Más bien parecía perte¬necer a una clase superior. ¿Qué podía decir? El era italiano, yo un extranjero. Naturalmente, ten¬go mi pasaporte, y está nuestro cónsul, pero ¡ser detenido y arrastrado por la noche a una comi-saría como un criminal!
Se puso a temblar. Era un rasgo de su carác¬ter eludir los escándalos, mucho más que la mis¬ma muerte. Y ciertamente, para mucha gente, siempre quedaría –teniendo en cuenta ciertas peculiaridades de los modales napolitanos– como una historia realmente extraña. El Conde no era ningún tonto. Puesto que su creencia en la res¬petable placidez de la vida, había recibido un rudo golpe, pensó que cualquier cosa podía ocurrirle ahora. Pero también se le ocurrió que este joven quizá fuese sencillamente un enfurecido lunático.
Esto era para mí la primera señal de su acti¬tud frente a aquella aventura. A causa de su exa¬gerada delicadeza de sentimientos era de la opi¬nión de que nadie podía sentirse herido en su amor propio por lo que un loco se propusiera hacerle. Sin embargo, era evidente que al Conde le iba a ser negado este consuelo. Volvió a des¬cribir la manera tan abominablemente salvaje en que aquel joven movía los ojos y hacía rechinar sus blancos dientes. Ahora la banda atacaba un movimiento lento con un solemne rebuzno de trombones, y golpes, deliberadamente repetidos, del bombo.
–Pero ¿qué hizo? –pregunté ya muy exci¬tado.
–Nada –contestó el Conde–, dejé caer las manos inmóviles. Le dije con tranquilidad que no tenía ninguna intención de gritar. Gruñó como un perro, luego dijo en un tono de voz normal:
»–Vostro portofolio.
«Entonces, naturalmente –siguió el Conde (y a partir de este momento contó el resto de la historia en pantomima)–, reteniéndome con la mi-rada, hurgó en su bolsillo interior, para sacar la cartera y entregársela. Pero aquel joven, empu¬ñando aún el cuchillo, se negó a cogerla.
Le ordenó al Conde que sacara él mismo el dinero, lo tomó con su mano izquierda, y le orde¬nó que se metiera la cartera en el bolsillo; todo esto en medio del dulce chillido de los clarinetes sostenido por el emocionante zumbido de los oboes. Y el «joven», como le llamaba el Conde, dijo: «Esto parece muy poco.»
–Efectivamente, eran sólo 340 o 360 liras –prosiguió el Conde–. Había dejado mi dinero en el hotel, como sabe. Le dije que eso era todo cuanto llevaba encima. Movió la cabeza impacien¬temente y dijo:
»–Vostro orologio.
El Conde hizo como si sacara un reloj y lo desatara. Pero resultaba que el valioso medio-cronómetro de oro que poseía lo había dejado en la relojería para revisarlo. Aquella noche lle¬vaba, colgando de una cinta de cuero, un Waterbury de cincuenta francos que solía usar para llevarlo consigo en sus expediciones de pesca. Viendo la clase de botín, el elegante ladrón hizo chasquear despreciativamente la lengua: «¡Psa!», y lo rechazó rápidamente. Luego, mientras el Con¬de devolvía el objeto desdeñado a su bolsillo, le ordenó con una creciente y amenazadora presión de cuchillo en el epigastrio, como para recordár¬selo: «Vostri anelli.»
–Uno de los anillos –siguió el Conde– me lo regaló mi mujer hace muchos años; el otro es el sello de mi padre. Le dije:
»–No. Esto no.
Aquí el Conde reprodujo el gesto dando un golpe seco con una mano encima de la otra, y apretando ambas, así, contra su pecho. Era un gesto conmovedor a causa de su resignación. «Esto no», repitió firmemente y cerró los ojos, esperando plenamente –no sé si hago bien en recordar que una palabra tan desagradable se ha¬bía deslizado de sus labios–, esperando plena¬mente la sensación de ser –cavilo realmente en decirlo–, ser desentrañado por el empuje de la hoja larga y afilada que descansaba con una ame¬naza mortal en su estómago, el mismo asiento, en todos los humanos, de las sensaciones angus¬tiosas»
Grandes olas armoniosas seguían fluyendo de la banda.
Repentinamente, el Conde sintió que la espe¬luznante presión desaparecía de lugar tan sensi¬ble. Abrió los ojos. Estaba sólo. No había oído nada. Es probable que «el joven» se hubiera mar¬chado, apresuradamente, hacía un rato, pero la sensación de la horrible presión había quedado aun cuando el cuchillo no estuviese allí. Una sen¬sación de debilidad le invadió. Tuvo el justo tiempo para llegar tambaleándose hasta el asiento del jardín.
Se sentía como si hubiera retenido el aliento durante largo rato. Se sentó desmadejado y pal¬pitando por aquella sorprendente reacción.
La banda estaba ejecutando con inmensa bra¬vura el complicado finale. Terminó con un esta¬llido tremendo. Lo oyó irreal y lejano, como si tuviera los oídos tapados; y luego los fuertes aplausos de, más o menos, un millar de pares de manos, como la caída de una repentina granizada. El profundo silencio que siguió le hizo recogerse en sí mismo.
Un tranvía que parecía una larga caja de vi¬drio en la que la gente se sienta con las cabezas muy iluminadas, corría a unos sesenta metros del lugar en donde le habían robado; luego pasó otro que iba en dirección contraria. El público que rodeaba a la banda se había dispersado, y entraba en el callejón conversando en pequeños grupos. El Conde se sentó erguido e intentó pensar tranquilamente en lo que le había pasado. La vileza del hecho le volvió a quitar el aliento. Lo único que puedo decir es que estaba disgustado consigo mismo. No me refiero a su comporta-miento. De hecho, si había que fiarse de su representación pantomímica, era sencillamente perfecta. No. No era eso. No estaba avergonzado. Estaba conmovido por haber sido elegido como víctima no de un robo, sino del desprecio. Su tran¬quilidad había sido perversamente profanada. La amable y agradable actitud de toda su vida, había sido desfigurada.
Sin embargo, en aquel momento, antes de que el hierro penetrase en sus entrañas, fue capaz de razonar hasta llegar a una relativa ecuanimi-dad. Al calmarse considerablemente su agitación se dio cuenta de que tenía muchísima hambre. Sí, hambre. La intensa emoción le había vuelto sen¬cillamente voraz. Dejó el asiento y después de haber andado un buen rato, se encontró fuera de los jardines y ante un tranvía parado, sin sa-ber muy bien cómo había llegado hasta allí. Se subió a él, como en un sueño, instintivamente. Afortunadamente encontró una moneda en el bol¬sillo de su pantalón para complacer al conduc¬tor. Luego el tranvía se detuvo, y como todo el mundo bajaba, se bajó él también. Reconoció la Piazza San Ferdinando, pero por lo visto no se le ocurrió coger un taxi para que le llevara al hotel. Se quedó en la Piazza apurado como un perro perdido, pensando vagamente en la mejor manera de conseguir en seguida algo de comer.
De pronto recordó su pieza de veinte francos. Me confesó que tenía aquella pieza de oro fran¬cés desde hacía unos tres años. Solía llevarla encima a donde fuera, como una especie de reser¬va en caso de accidente. Cualquiera está expuesto a que le rateen los bolsillos, algo completamente distinto a un descarado e insultante robo.
El monumental arco de la Gallería Umberto apareció frente a él en lo alto de unas nobles escaleras. Subió por ellas sin más pérdida de tiempo, y se dirigió hacia el Café Umberto. Todas las mesas de afuera estaban ocupadas por mu¬cha gente que estaba bebiendo. Pero como él quería comer, entró dentro del café, que está di¬vidido en pasillos por pilares cuadrados puestos por todas partes y con largos espejos. El Conde se sentó en un banco de felpa roja apostado con¬tra uno de estos pilares, esperando su risotto. Y su mente retornó a su abominable aventura.
Pensó en el veleidoso y elegante joven con quien había intercambiado miradas en medio de la multitud que rodeaba la banda, y quien, esta¬ba seguro, era el ladrón. ¿Le reconocería de nue¬vo? Sin duda alguna. Pero no quería volver a verle jamás. Lo mejor era olvidar este episodio tan humillante.
El Conde esperaba ansiosamente la llegada de su risotto, y, ¡he aquí que hacia la izquierda y apo¬yado contra la pared, estaba el joven! Estaba solo en la mesa, con una botella de un vino o sirope y una jarra de agua con hielo ante él. Las meji¬llas suaves tirando a aceituna, los labios rojos, el pequeño bigote de azabache rizado galantemente hacia arriba, los finos ojos negros un poco duros y sombreados por largas pestañas, aquella expre¬sión peculiar de cruel descontento que sólo es po¬sible ver en los bustos de algunos emperadores romanos; era él, sin duda alguna. El Conde des¬vió la mirada rápidamente. El joven oficial que tenía detrás y que estaba leyendo un periódico, también era así. El mismo tipo. Dos jóvenes un poco más allá jugando a las damas, también se parecían...
El Conde bajó la cabeza temiendo verse eter¬namente perseguido por la visión de aquel joven. Empezó a comer su risotto. Pronto oyó al joven de su izquierda llamando al camarero en tono mal¬humorado.
A su llamada no sólo su propio camarero, sino también otros dos camareros ociosos pertenecien¬tes a un grupo de mesas totalmente diferentes se lanzaron hacia él con servil alacridad, lo cual no es un rasgo característico de los camareros del Café Umberto. El joven murmuró algo, y uno de los camareros, andando rápidamente hacia la puerta más cercana, llamó a la Galería.
–¡Pasquale! ¡Oh! ¡Pasquale!
Todo el mundo conoce a Pasquale, el viejo andrajoso, que, arrastrándose entre las mesas, vende a los clientes del café puros, cigarrillos, postales y cerillas. En muchos aspectos es un atractivo bribón. El Conde vio entrar en el café al rufián de pelo gris y sin afeitar, con la caja de cristal colgando de su cuello de una cinta de cuero, y, a la llamada del camarero, arrastrarse con repentina energía hasta la mesa del joven. Necesitaba un puro que le ofreció Pasquale obse¬quiosamente. Estaba ya saliendo el viejo buhone¬ro, cuando el Conde, en un impulso repentino, le hizo una seña.
Pasquale se acercó, dirigiéndole una extraña mirada mezcla de una sonrisa respetuosa de reco¬nocimiento y una expresión de cínica solicitud. Apoyando su caja en la mesa, levantó la tapa sin decir palabra. El Conde cogió un paquete de ciga¬rrillos e incitado por una temeraria curiosidad, preguntó tan indiferentemente como pudo:
–Dígame, Pasquale, ¿quién es aquel joven signare que está sentado allí?
El otro se inclinó por encima de su caja con¬fidencialmente.
–Aquél, signor Conde –dijo, empezando a arreglar sus mercancías enérgicamente y sin mi¬rar hacia arriba–, aquél es un joven Cavaliere de una familia muy buena de Bari. Estudia aquí en la Universidad, y es el jefe, capo, de una aso¬ciación de jóvenes, pero que muy amables jó-venes.
Se detuvo un momento, y luego, con una mez¬cla de discreción y orgullo por su información, murmuró la palabra explicatoria «camorrista» y cerró la tapa.
–Un camorrista muy poderoso –exhaló– Los mismos profesores le tienen gran respeto..., una lira e cinquanti centesimi, signor Conde.
Nuestro amigo pagó con la pieza de oro. Mien¬tras Pasquale buscaba el cambio, observó que el joven, de quien tan graves cosas había oído en tan pocas palabras, estaba mirando la transacción furtivamente. Una vez que el viejo vagabundo se hubo retirado con una reverencia, el Conde le pagó la cuenta al camarero y se quedó tranquila¬mente sentado. Un entumecimiento, me dijo, le había envuelto.
El joven pagó también, se levantó y cruzó la sala hacia él, aparentemente con el propósito de mirarse en el espejo del pilar más cercano al asiento del Conde. Iba enteramente vestido de negro con una pajarita verde obscuro. El Conde le miró y se sorprendió al encontrarse con una mirada viciosa en los ojos del otro. El joven Cava¬liere de Bari (según Pasquale; pero Pasquale es, desde luego, un experto mentiroso) siguió arre¬glándose la corbata, ajustando su sombrero ante el espejo, y mientras tanto habló justo lo suficiente¬mente alto para que le oyera el Conde. Dijo entre dientes el más insultante y venenoso de los des¬precios, mirando de frente al espejo.
¡Ah! Así que llevaba oro encima, viejo men¬tiroso, viejo birba, ¡furfante! Pero no has acaba¬do conmigo todavía.
Su expresión diabólica desapareció como un rayo, y salió del café paseando perezosamente con cara veleidosa e impasible.
El pobre Conde, después de haberme contado este último episodio, se echó hacia atrás en su silla, temblando. Le sudaba la frente. Había una insolente insensibilidad en la intención de este ultraje que incluso me espantaba a mí. Lo que supuso para la delicadeza del Conde, no quiero ni saberlo. Estoy seguro de que si no hubiera sido demasiado refinado para hacer una cosa tan francamente vulgar como morirse de una apople¬jía en un café, le hubiera dado un infarto fatal en ese mismo momento. Ironía aparte, mi pro¬blema era evitar que él viera el completo alcance de mi conmiseración. Rehuía todo sentimiento desmedido y mi conmiseración era prácticamente desenfrenada. No me extrañó oírle decir que ha¬bía estado en cama una semana. Se había levan¬tado porque se disponía a marcharse del sur de Italia de una vez para siempre.
¡Y el hombre estaba convencido de que no podía vivir otro año entero en otro clima!
Ningún argumento mío logró el menor efecto. No era timidez, aunque me dijo una vez:
–No sabe usted lo que es un camorrista, que¬rido señor. Soy un hombre marcado.
No temía lo que pudieran hacerle. El delicado concepto que tenía de su dignidad fue manchado por una experiencia degradante. Esto no lo podía tolerar. Ningún caballero japonés, ultrajado en su exagerado sentido del honor, hubiera podido prepararse para un Harakiri con mayor resolu¬ción. Volver a casa significaba realmente el suici¬dio para el pobre Conde.
Hay un dicho patriótico napolitano, dirigido, supongo, a los extranjeros: «Visite Nápoles y lue¬go muera.» Vedi Napoli e poi mori. Es un dicho de una excesiva vanidad, y todo lo excesivo era detestable para la tranquila moderación del po¬bre Conde. Y, sin embargo, cuando me estaba des¬pidiendo de él en la estación, pensé que se com¬portaba con singular fidelidad a su espíritu vani¬doso. Vedi Napoli... Lo había visitado. Lo había visitado con una minuciosidad sorprendente, y ahora se encaminaba hacia la tumba.
Se dirigía hacia ella en el train de luxe de la Compañía Internacional de Coches-cama, vía Trieste y Viena. Al alejarse lentamente de la esta-ción los cuatro largos y sombríos vagones, levan¬té el sombrero con el solemne sentimiento de pagar el último tributo de respeto a un cortege fúnebre. El perfil del Conde, ya muy envejecido, se deslizaba suavemente, alejándose de mí con empedernida inmovilidad, detrás del cristal ilu¬minado. Vedi Napoli e poi mori!

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