martes, febrero 08, 2011

Asomándose de la abrupta costa - parte 1

Por Italo Calvino

Me estoy convenciendo de que el mundo quiere decirme algo, mandarme mensajes, avisos, señales. Es desde que estoy en Pëtkwo cuando lo he advertido. Todas las mañanas salgo de la pensión Kudgiwa para mí acostumbrado paseo hasta el puerto.

Paso por delante del observatorio meteorológico y pienso en el fin del mundo que se aproxima, más aún, está en marcha desde hace mucho tiempo. Si el fin del mundo se pudieralocalizar en un punto concreto, este sería el observatorio meteorológico de Pëtkwo: un cobertizo de palastro que se apoya en cuatro postes demadera un poco tambaleantes y abriga, alineados sobre una repisa, barómetros registradores, higrómetros, termógrafos, con sus rollos de papel graduado que giran con un lento tictac de relojería contra un plumín oscilante. La veleta de un anemómetro en la cima de una alta antena y el rechoncho embudo de un pluviómetro contemplan el frágil equipo del observatorio, que, aislado al borde de un talud en el jardín municipal, contra el cielo grisperla uniforme e inmóvil, parece una trampa para ciclones, un cebo puesto allí para atraer las trombas de aire de los remotos océanos tropicales, ofreciéndose ya como despojo ideal a la furia de los huracanes.

Hay días en los que cada cosa que veo parece cargada de significados: mensajes que me sería difícil comunicar a otros, definir, traducir a palabras, pero que por eso mismo se me presentan como decisivos. Son anuncios o presagios que se refieren a mí y al mundo a un tiempo: y de mí no a los acontecimientos externos de la existencia sino a lo que ocurre dentro, en el fondo; y del mundo no a algún hecho particular sino al modo de ser general de todo. Comprenderéis pues mi dificultad para hablar de ello, salvo por alusiones.

Lunes. Hoy he visto una mano asomar por una ventana de la prisión, hacia el mar. Caminaba por el rompeolas del puerto, como es mi costumbre, llegando hasta detrás de la vieja fortaleza. La fortaleza está toda encerrada en sus murallas oblicuas; las ventanas, protegidas por rejas dobles o triples, parecen ciegas. Aún sabiendo que allí están encerrados los presos, siempre he visto la fortaleza como un elemento de la naturaleza inerte del reino mineral. Por eso la aparición de la mano me ha asombrado como si hubiera salido de una roca. La mano estaba en una posición innatural; supongo que las ventanas están situadas en lo alto de las celdas y empotradas en la muralla; el preso debe haber realizado un esfuerzo de acróbata, mejor dicho, de contorsionista, para hacer pasar el brazo entre reja y reja de modo que su mano tremolase en el aire libre. No era una señal de un preso a mí, ni a ningún otro; en cualquier caso, yo no la he tomado por tal; e incluso de momento no pensé para nada en los presos; diré que la mano me pareció blanca y fina, una mano no diferente a las mías, en la cual nada indicaba la tosquedad que uno espera de un presidiario. Para mí ha sido como una señal que venía de la piedra: la piedra quería advertirme de que nuestra sustancia era común y que por ello algo de lo que constituye mi persona perduraría, no se perdería con el fin del mundo: todavía será posible una comunicación en el desierto carente de vida y de todo recuerdo mío. Cuento las primeras impresiones registradas, que son las que importan.

Hoy he llegado al mirador bajo el cual se divisa un trocito de playa, allá abajo, desierta ante el mar gris. Los sillones de mimbre de altos respaldos curvados, en cesto, para abrigar del viento, dispuestos en semicírculo, parecían indicar un mundo en el cual el género humano ha desaparecido y las cosas no saben si no hablar de su ausencia. He experimentado una sensación de vértigo, como si no hiciera mas que precipitarme de un mundo a otro y a cada cual llegase poco después de que el fin del mundo se hubiese producido.

He vuelto a pasar por el mirador al cabo de media hora. Desde un sillón que se me presentaba de espalda flameaba una cinta lila. He bajado por el abrupto sendero del promontorio, hasta una terraza donde cambia el ángulo visual: como me esperaba, sentada en el cesto, completamente oculta por las protecciones de mimbre, estaba la señorita Zwida con el sombrero de paja blanca, el álbum de dibujo abierto sobre las rodillas; estaba copiando una concha. No he estado contento de haberla visto; los signos contrarios de esta mañana me desaconsejaban entablar conversación; ya hace unos veinte días que la encuentro sola en mis paseos por escollos y dunas, y no deseo sino dirigirle la palabra, e incluso con este propósito bajo de mi pensión cada día, pero cada día algo me disuade.

La señorita Zwida para en el hotel del Lirio Marino; ya había ido a preguntare su nombre al portero; quizá ella lo supo; los veraneantes de esta estación son poquísimos en Pëtkwo; y además los jóvenes podrían contarse con los dedos de una mano; al encontarme tan a menudo, ella acaso espera que yo un día le dirija un saludo. Las razones que sirven de obstáculo a un posible encuentro entre nosotros son más de una. En primer lugar, la señorita Zwida recoge y dibuja conchas; yo tuve una buena colección de conchas, hace años, cuando era adolescente, pero después lo dejé y lo he olvidado todo: clasificaciones, morfología, distribución geográfica de las diversas especies; una conversación con la señorita
Zwida me llevaría inevitablemente a hablar de conchas y no decidirme sobre la actitud a adoptar: si fingir una incompetencia absoluta o bien apelar a una experiencia lejana y que quedo en vagarosa; es la relación con mi vida hechas de cosas no llevadas a término y semiborradas lo que el tema de las conchas me obliga a considerar; de ahí el malestar que acaba por ponerme en fuga.

Agréguese a ello el hecho de que la aplicación con la que esta muchacha se dedica a dibujar conchas indica en ella una búsqueda de la perfección como forma que el mundo puede y por ende debe alcanzar; yo, al contrario, estoy convencido hace tiempo de que la perfección sólo se produce accesoriamente y por azar; por tanto no merece el menor interés, pues la verdadera naturaleza de las cosas sólo se revela en la destrucción; al acercarme a la señorita Zwida debería manifestar cierta apreciación sobre sus dibujos - de calidad finísima, por otra parte, por cuanto he podido ver -, y por lo tanto, al menos en un primer momento, fingir consentimiento a un ideal estético y moral que rechazo; o bien declarar de buenas a primeras mi modo de sentir, a riesgo de herirla.

Tercer obstáculo, mi estado de salud que, aunque muy mejorado por la estancia en el mar prescrita por los médicos, condiciona mi posibilidad de salir y encontrarme con extraños; estoy aún sujeto a crisis intermitentes, y sobre todo al reagudizares de un fastidioso eczema que me aparta de todo propósito de sociabilidad.

Intercambio de vez en cuando unas palabras con el meteorólogo, el señor Kauderer, cuando lo encuentro en el observatorio. El señor Kauderer pasa siempre al mediodía, a anotar los datos. Es un hombre largo y enjuto, de cara oscura, un poco como un indio de América. Se adelanta en bicicleta, mirando fijo en sí, como si mantenerse en equilibrio en el sillín requiriese toda su concentración. Apoya la bicicleta en el cobertizo, deshebilla una bolsa colgada de la barra y saca un registro de páginas anchas y cortas. Sube los peldaños de la tarima y marca las cifras proporcionadas por los instrumentos, unas a lápiz, otras con una gruesa estilográfica, sin disminuir por un momento su concentración. Lleva pantalones bombachos bajo un largo gabán; todas sus prendas son grises, o de cuadritos blancos y negros, incluso la gorra de visera. Y sólo cuando ha llevado a término estas operaciones advierte que lo estoy observando y me saludo afablemente.
Me he dado cuenta de que la presencia del señor Kuderer es importante para mí: el hecho de que alguien demuestre aún tanto escrúpulo y metódica atención, aunque sé perfectamente que todo es inútil, tiene sobre mí un efecto tranquilizador, acaso porque viene a compensar mi modo de vivir impreciso, que - pese a las conclusiones a las que he llegado – continúo siendo como una culpa. Por eso me paro a mirar al meteorólogo, y hasta a charlar con él, aunque no sea la conversación en sí lo que me interesa. Me habla del tiempo, naturalmente, en circunstanciados términos técnicos, y de los efectos de las variaciones de la presión sobre la salud, pero también de los tiempos inestables en los que vivimos, citando como ejemplos episodios de la vida local o también noticias leídas en los periódicos. En esos momentos revela un carácter menos cerrado de lo que parecía a primera vista, más aún, tiende a enfervorizarse y a volverse locuaz, sobre todo al desaprobar el modo de obrar y de pensar de la mayoría, porque es un hombre inclinado al descontento.

Hoy el señor Kauderer me ha dicho que, teniendo el proyecto de ausentarse unos días, debería encontrar quien lo sustituya en la anotación de los datos, pero no conoce a nadie de quien pueda fiarse. Charlando de esto ha llegado a preguntarme si no me interesaría aprender a leer los instrumentos meteorológicos, en cuyo caso me enseñaría. No le he respondido ni que sí ni que no, o al menos no he pretendido darle ninguna respuesta concreta, pero me he encontrado a su lado en la tarima mientras él me explicaba cómo establecer las máximas y las mínimas, la marcha de la presión, la cantidad de precipitaciones, la velocidad de los vientos. En resumen, casi sin darme cuenta, me ha confiado el encargo de hacer sus veces durante los próximos días, empezando mañana a las doce. Aunque mi aceptación haya sido un poco forzada, al no haberme dejado tiempo para reflexionar, ni para dar a entender que no podía decidir así de sopetón, esta obligación no me desagrada.

Martes. Esta mañana he hablado por primera vez con la señorita Zwida. El encargo de anotar los datos meteorológicos ha desempeñado desde luego un papel para hacerme superar mis incertidumbres. En el sentido de que por primera vez en mis días Pëtkwo había algo fijado de antemano a lo cual no podía faltar; por eso, fuera como fuera nuestra conversación, a las doce menos cuarto diría: "Ah, me olvidaba, tengo que darme prisa en ir al observatorio porque es la hora de las anotaciones." Y me despediría, quizá de mala gana, quizá con alivio, pero en cualquier caso con la seguridad de no poder obrar de otro modo. Creo haberlo comprendido confusamente ya ayer, cuando el señor Kauderer me hizo la propuesta, que esta tarea me animaría a hablar con la señorita Zwida: pero sólo ahora tengo la cosa clara, admitiendo que esté clara.

La señorita Zwida estaba dibujando un erizo de mar. Estaba sentada en un taburetito plegable, en el muelle. El erizo estaba patas arriba sobre la roca, abierto; contraía las púas tratando inútilmente de enderezarse. El dibujo de la muchacha era un estudio de la pulpa húmeda del molusco, en su dilatarse y contraerse, pintada en claroscuro, y con un bosquejo denso e hirsuto todo alrededor. La conversación que yo tenía en mente, sobre la forma de las conchas como armonía engañosa, envoltura que esconde la verdadera sustancia de la naturaleza, ya no venía a cuento. Tanto la vista del erizo como el dibujo transmitían sensaciones desagradables y crueles, como una visera expuesta a las miradas. He pegado la hebra diciendo que no hay nada más difícil que dibujar erizos de mar: tanto la envoltura de púas vista desde arriba, como el molusco tumbado, pese a la simetría
radial de su estructura, ofrecen pocos pretextos para una representación lineal. Me ha respondido que le interesaba dibujarlo porque era una imagen que se repetía en sus sueños y que quería librarse de ella. Al despedirme le he preguntado si podíamos vernos mañana por la mañana en el mismo sitio. Ha dicho que mañana tiene otros compromisos; pero que pasado mañana saldrá de nuevo con el álbum de dibujo y me será fácil encontrarla. Mientras comprobaba los barómetros, dos hombres se han acercado al solapas levantadas. Me han preguntado si no estaba el señor Kauderer; después, dónde había ido, si sabía su paradero, cuándo colvería. He respondido que no sabía y he preguntado quiénes eran y por qué me lo preguntaban.
- Nada, no importa - han dicho, alejándose.

continuará..-

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