sábado, julio 30, 2011

Una ciudad flotante (cap. 1 - 2)

Por Julio Verne
(Capítulos 1 y 2)

Llegué a Liverpool el 18 marzo de 1867. El Great Eastern debía zarpar a los pocos días para Nueva York, y acababa de tomar pasaje a su bordo. Viaje de aficionado, ni más ni me¬nos. Me entusiasmaba la idea de atravesar el Atlántico sobre aquel gigantesco barco. Contaba con visitar el norte de Amé¬rica, pero esto era sólo accesorio. El Great Eastern ante todo; el país celebrado por Cooper, después. En efecto, el buque de vapor a que me refiero es una obra maestra de arquitectura naval. Es más que un barco, es una ciudad flotante, un pedazo de condado desprendido del suelo inglés y que, después, de haber atravesado el mar, debía soldarse al continente americano. Me figuraba aquella masa enorme arrastrada sobre las olas, su lucha con los vientos a quienes desafía, su audacia ante el importante mar, su indiferencia a las expresadas olas, su estabilidad en medio del elemento que sacude, como si fueran botes, los Wario y los Sollerino. Pero mi imaginación se quedó corta. Durante mi travesía, vi todas estas cosas y otras muchas que no son del dominio marítimo. Siendo el Great Eastern no sólo una máquina náu¬tica, sino un microscopio, pues lleva un mundo consigo, nada tiene de extraño que en él se encuentren, como en otro teatro más vasto, todos los instintos, todas las pasiones, todo el ridículo de los hombres.
Al dejar la estación me dirigí a la fonda de Adephi. La partida del Great Eastern estaba anunciada para el 30 de marzo, pero, deseando presenciar los últimos preparativos. pedí permiso al capitán Anderson, comandante del buque; para instalarme desde luego a bordo. El capitán accedió con mucha finura.
Bajé al día siguiente, hacia los fondeaderos que f orman una doble fila de docks en las orillas del Mersey. Los puentes giratorios me permitieron llegar al muelle de New Prince, especie de balsa móvil que sigue los movimientos de la marea y que sirve de embarcadero a los numerosos botes que hacen el servicio de Birkenhead, anejo de Liverpool, situado en la orilla izquierda del Mersey.
Este Mersey, como el Támesis, es un insignificante curso de agua, indigno del nombre de río, aunque desemboca en el mar. Es una vasta depresión del suelo, llena de agua, un ver¬dadero agujero, propio por su profundidad, para recibir bu¬ques del mayor calado, tales como el Great Eastern, a quien están rigurosamente vedados casi todos los puertos del mun¬do. Gracias a su disposición natural, esos dos riachuelos, el Támesis y el Mersey, han visto fundarse en sus desembo¬caduras dos inmensas ciudades mercantiles, Londres y Liver¬pool; por idénticas causas existe Glasgow sobre el riachuelo Clyde.
En la cala de New Prince se estaba calentando un ténder, pequeño barco de vapor dedicado al servicio del Great Eas¬tern. Me instalé sobre su cubierta, ya llena de trabajadores que se dirigían a bordo del gigantesco buque. Cuando esta¬ban dando las siete de la mañana en la torre Victoria, largó el ténder sus amarras y siguió a gran velocidad la ola ascen¬dente del Mersey.
Apenas había desatracado, reparé en un joven que quedaba en la cala, su estatura era elevada y su fisonomía arísto¬crática era la que distingue al oficial inglés. Me pareció re-conocer en él a uno de mis amigos, capitán del ejército de la India, a quien no había visto hacía muchos años. Pero sin duda me engañaba, pues el capitán Macelwin no podía haber regresado de Bombay sin que yo lo supiera. Además, Macel¬win era un muchacho alegre, un compañero divertido, y el personaje que estaba ante mis ojos parecía triste y como abrumado por un dolor secreto La rapidez con que se alejaba el ténder hizo que muy pronto se desvaneciera la impre¬sión producida en mi mente por aquella semejanza.
El Great Eastern se hallaba anclado a unas tres millas más arriba, a la altura de las primeras casas de Liverpool. Desde el muelle de New Prince era imposible verlo. No lo distinguí hasta que llegamos al primer recodo del río. Su im¬ponente mole parecía un islote medio dibujado entre la bru¬ma. Se nos presentaba de proa, pero el ténder lo rodeó y pronto pude ver toda su longitud. Me pareció lo que era: ¡enorme! Tres o cuatro «carboneros» arrimados a él, vertían en su interior, por las aberturas practicadas sobre la línea de flotación, su cargamento de carbón de piedra. Junto al Great Eastern aquellas fragatas parecían lanchas. Sus chi¬meneas no llegaban a la primera línea de portas de luz prac¬ticadas en su casco; sus masteleros de juanete no pasaban de sus bordas. El gigante hubiera podido colgarlas de sus pes¬cantes, como botes de vapor.
Entretanto, el ténder se acercaba y pasó bajo el estrave derecho del Great Eastern, cuyas cadenas se estiraban vio¬lentamente por el empuje de las olas, y atracó a su banda de babor, al pie de la ancha escalera que serpenteaba por sus costados. La cubierta del ténder apenas alcanzaba la línea de flotación del coloso, línea que debía llegar al agua cuando la carga fuera completa, pero que aún se hallaba dos metros por encima de las olas.
Mientras los trabajadores desembarcaban presurosos y trepaban por los tramos de la escalera del buque, yo, con el cuerpo echado hacia atrás y la cabeza aún más echada atrás que el cuerpo, como un viajero veraniego que mira un edi¬ficio elevado, contemplaba las ruedas del Great Eastern.
Vistas de lado, parecían flacas, escuálidas, aunque la lon¬gitud de sus palas fuera de cuatro metros; pero de frente presentaba un aspecto monumental. Su elegante armadura, la disposición de su sólido cubo, punto de apoyo de todo el sistema, sus puntales cruzados, destinados a mantener la separación de la triple llanta, aquella aureola de rayos encar¬nados, aquel mecanismo medio perdido en la sombra de los anchos tambores que coronaban el aparato, todo aquel con¬junto impresionaba el ánimo y evocaba la idea de alguna po¬tencia huraña y misteriosa.
¡Con qué energía, aquellas palas de madera, tan vigorosa¬mente encajadas, debían azotar las aguas que, en aquellos momentos, el flujo rompía contra ellas! ¡Qué hervor el de las líquidas ondas, cuando aquel poderoso artificio las sacu¬diera, golpe tras golpe! ¡Qué de truenos en la caverna de aquellos tambores, cuando el Great Eastern marchaba a todo vapor, al impulso de aquellas ruedas de 53 pies de diámetro y 160 de circunferencia, de 90 toneladas de peso y movién¬dose con la velocidad de 11 vueltas por minuto!
Los pasajeros del ténder habían desembarcado; puse el pie en los calados escalones de hierro, y algunos instantes después, me hallaba a bordo del Great Eastern.

La cubierta aún no era mas que un inmenso astillero entregado a un ejército de trabajadores. No podía conven¬cerme de que aquello fuera un buque. Muchos miles de hombres, jornaleros, marineros de la tripulación, maquinis¬tas, oficiales, curiosos, se cruzaban, se codeaban sin inco¬modarse, unos por el puente, otros por las máquinas, unos agrupados, otros dispersos, por la jarcia, entre la arbola¬dura, todos formando un revoltijo imposible de describir Aquí, garruchas volantes elevaban enormes piezas de fundición; allá, cabrias de vapor izaban pesadas vigas: sobre la cámara de las máquinas se balanceaba un cilindro de hierro verdadero tronco de metal; hacia la proa, las vergas trepa¬ban; gimiendo, a lo largo de los masteleros; hacia la popa, se alzaba una andamiada que ocultaba, sin duda, un edificio en construcción. Se edificaba, se encajaba, se cepillaba, se pin¬taba, se clavaba, en incomparable desorden.
Mi equipaje estaba ya trasbordado. El capitán Anderson no se hallaba aún a bordo, pero uno de sus subordinados me instaló, con mis fardos, en un camarote de popa.
Amigo le dije , aunque la salida del Great Eastern está anunciada para mañana, es imposible que en veinticuatro horas estén concluidos estos preparativos. ¿Cuándo os parece que podremos salir de Liverpool?
Acerca de este punto, el personaje a quien me dirigía no estaba más enterado que yo. Me dejó solo. Entonces resolví visitar todos los rincones de aquel inmenso hormiguero, y empecé mi paseo, como un viajero curioso en una ciudad desconocida.
Un fango negro, ese lodo británico que se pega al empe¬drado de las ciudades inglesas, cubría la cubierta. Asquerosos arroyuelos serpenteaban por todos lados. Parecía que me hallaba en uno de los peores puntos del Uper Thames Street de Londres. Adelanté, rozando los camarotes que se prolon¬gaban hacia la popa. Entre éstos y las bordas, a ambos lados del buque, se delineaban dos anchas calles o, por mejor decir, dos arrabales, ocupados por una multitud compacta. Así lle¬gué al centro mismo del buque, entre los dos tambores, reuni¬dos por un doble sistema de pasarelas.
Allí se abría el antro destinado a contener los órganos de la máquina de ruedas, y pude ver aquel admirable artificio de locomoción. Unos cincuenta trabajadores estaban repar-tidos en los huecos del metálico edificio, unos enganchados a los largos émbolos inclinados según diversos ángulos, otros colgados de las bielas; éstos ajustando el excéntrico, aqué¬llo asegurando con enormes llaves los cojinetes para los muñones. El tronco de metal, que descendía lentamente por la escotilla, era un nuevo árbol motor destinado a transmitir a las ruedas el movimiento de las bielas. De aquel abismo salía un ruido continuo, mezcla de sonidos agrios y discor¬dantes.
Después de dirigir una ojeada a aquellos trabajos de ajus¬te, proseguí mi paseo y llegué a la popa, donde algunos tapi¬ceros acababan de adornar una cámara bastante espaciosa, designada con el nombre de smoking room, que era el salón de fumar y a la vez el café de aquella ciudad flotante, alumbrado Por catorce ventanas, con cielo raso blanco y oro y con las paredes adornadas con molduras y cuarterones de made¬ra de limoncillo. Después de atravesar una especie de plazo¬leta triangular, que formaba la proa del puente, llegué al estrave, que caía a plomo sobre la superficie de las aguas.
Desde aquel punto extremo pude ver, por un jirón de las bramas, la popa del Great Eastern, a más de dos hectó¬metros de distancia; semejante coloso bien merece que se empleen tales unidades para valuar sus gigantescas dimen¬siones.
Regresé por la calle de estribor, evitando el choque de las poleas que se columpiaban en los aires y los latigazos de la jarcia que el viento sacudía, librándome ya del beso de una volante, ya de las escorias inflamadas que una fragua vomi¬taba como un ramillete de fuegos artificiales. Apenas divisa¬ba la parte superior de los mástiles, de 200 pies de altura, que se perdían entre la niebla a la que mezclaban su negro humo los tenders de servicio y los «carboneros». Más allá de la grande escotilla de la máquina de ruedas, observé una pequeña «fonda» a mi izquierda, y después la larga fachada de un palacio coronado por una azotea cuya barandilla esta¬ban adornando. Por fin, llegué a la popa, el lugar donde se alzaba la andamiada consabida. Allí, entre el último cama¬rote y el vasto enrejado sobre el cual se elevaban las cuatro ruedas del gobernalle, unos maquinistas acababan de instalar una máquina de vapor, compuesta de dos cilindros horizon¬tales y de un complicado sistema de piñones, palancas y ruedas de escape. No comprendí al pronto su destino, pero me pareció que en aquella parte, como en las demás, los preparativos estaban muy lejos de tocar a su término.
¿Por qué tanto retraso? ¿Por qué tanta compostura en un buque relativamente nuevo? Diremos, sobre esto, algunas palabras.
Después de unas veinte travesías entre Inglaterra y America, una de las cuales fue señalada por accidentes muy gra¬ves, la explotación del Great Eastern quedó momentánea¬mente abandonada. Aquel inmenso barco, dispuesto para el transporte de viajeros, no parecía servir para nada: la des¬confiada casta de los pasajeros de ultramar lo despreciaba. Después del fracaso de las primeras tentativas para estable¬cer el cable sobre su meseta telegráfica (mal éxito, debido en gran parte a la insuficiencia de los buques que lo transpor¬taban), los ingenieros se acordaron del Great Eastern. Sólo él podía almacenar a su bordo aquellos 3.400 kilómetros de alambre, que pesaban 4.500 toneladas. Sólo él podía, gracias a su indiferencia a los embates del mar, desarrollar y sumer¬gir aquél inmenso calabrote. Pero la estiba del cable en el buque exigió cuidados especiales. Se quitaron dos calderas de cada seis y una chimenea de cada tres, pertenecientes a la máquina de la hélice, y en su lugar se dispusieron vastos re¬cipientes, para alojar el cable preservándolo una capa de agua de las capas atmosféricas. De este modo, el hilo pasaba de aquellos lagos flotantes al mar, sin sufrir el contacto de la atmósfera.
La operación de tender el cable se efectuó con pleno éxi¬to, y después, el Great Eastern fue relegado de nuevo a su costoso abandono. Tuvo entonces lugar la Exposición Uni-versal de 1867. Una compañía francesa, llamada de los Fleta¬dores del Great Eastern, se fundó, con el capital de dos mi¬llones de francos, con la intención de emplear el imnenso buque en el transporte de visitadores transoceánicos. De aquí la necesidad de volver a apropiar el Great Eastern a este destino, de cegar los recipientes, restablecer las calderas, agrandar los salones que debían habitar muchos miles de pasajeros; de construir aquellos camarotes con comedores suplementarios, y por último, de disponer tres mil camas en los costados del inmenso casco.
El Great Eastern fue fletado al precio de 25.000 francos mensuales. Se ajustaron dos contratas con «G. Forrester y Compañía», de Liverpool: la primera, de 538.750 francos para el establecimiento de las nuevas calderas de hélice; la segunda, de 662.500 francos, para reparaciones generales y mobiliario del buque.
Antes de. emprender estos últimos trabajos, el «Board of Trade» exigió que el buque fuera sacado del agua, para poder reconocer escrupulosamente su casco. Hecha esta cos-tosa operación, se reparó cuidadosamente y con grandes gas¬tos una ligera grieta de la quilla. Procedióse luego a la insta¬lación de las nuevas calderas. También fue preciso reempla¬zar el árbol motor de las ruedas, que se había resentido en el último viaje; aquel árbol, acodado en su parte central para recibir la biela de las bombas, fue substituido por un árbol provisto de dos excéntricos, lo cual aseguraba la solidez de tan importante pieza, que sufre todo el esfuerzo. Por pri¬mera vez, el gobernalle iba a ser movido por el vapor.
A esta delicada maniobra estaba destinada la máquina en que hemos visto trabajar a los operarios mecánicos, en la popa. El piloto, colocado sobre la pasarela del centro, entre los aparatos de señales de las ruedas y de la hélice, tenía bajo los ojos un cuadrante provisto de una aguja móvil, que le in¬dicaba a cada instante la posición de su barra. Para modifi-carla le bastaba imprimir un leve movimiento a una ruede¬cilla de un pie de diámetro, colocada verticalmente, al alcance de su mano. Las válvulas se abrían acto continuo; el vapor de las calderas se precipitaba por largos tubos o con¬ductos a los dos cilindros de la pequeña máquina; los ém¬bolos se movían con rapidez, las transmisiones funcionaban, y el gobernalle obedecía instantáneamente a esta irresistible combinación de fuerzas. Esto debía suceder, según la teoría, si la práctica no demostraba otra cosa, un solo hombre po-dría gobernar, con un dedo, la masa colosal del Great-¬Eastern.
Por espacio de cinco días prosiguieron los trabajos con febril actividad. Los retrasos perjudicaban notablemente a la empresa de los fletadores, pero los contratistas no podían hacer más. La partida se fijó irrevocablemente para el día 26 de marzo. El 25, la cubierta del Great Eastern estaba aún obstruida por todo el material suplementario.
Pero durante este último día, la cubierta, las pasarelas, los camarotes se desocuparon poco a poco; se deshicieron los andamios, desaparecieron las garruchas; se dio por termina¬do el ajuste de las máquinas; se golpearon los últimos pasadores y se apretaron los tornillos en las últimas tuercas; las piezas bruñidas recibieron un barniz blanco que debía pre¬servarlas de la oxidación durante el viaje; se llenaron los depósitos de aceite; la última placa descansó, por fin, sobre su mortaja metálica. Aquel día hizo el ingeniero la prueba de las máquinas. Una enorme cantidad de vapor se precipitó a la cámara de éstas. Asomado a la escotilla, envuelto en aquellas cálidas emanaciones, no me era posible ver nada, pero oía cómo los largos émbolos gemían al recorrer sus cajas de estopas y cómo oscilaban con ruido los gruesos cilindros sobre sus sólidos apoyos. Un fuerte hervor se pro¬ducía bajo los tambores, mientras las palas golpeaban lenta¬mente las aguas turbias del Mersey. Hacia la popa, la hélice azotaba las olas con su cuádruple rama. Las dos máquinas, independientes entre sí, estaban prontas a funcionar.
A eso de las cinco, atracó una lancha de vapor, destinada al Great Eastern. Su locomóvil fue desprendida e izada luego al puente, por medio de cabrestantes. Pero no fue posible em¬barcar la lancha, pues su casco de acero pesaba tanto que los apoyos de las palancas cedieron bajo la carga, efecto que no se hubiera producido, sin duda, si se hubieran empleado ba¬lancines. Fue, pues, preciso abandonar aquella lancha, pero aún le quedaba al Great Eastern un rosario de dieciséis em¬barcaciones colgadas de sus pescantes.
Por la tarde todo estaba ya concluido, o poco menos. Las calles, limpias, no ofrecían ya señal de barro; el ejército de los barrenderos había pasado por ellas. La estiba había ter-minado. Víveres, mercancías, combustible ocupaban las des¬pensas, los almacenes y las carboneras. Sin embargo, el bu¬que no se hundía aún hasta la línea de flotación, no sacaba los nueve metros reglamentarios, lo cual era un inconve¬niente para las ruedas, cuyas paletas, insuficientemente su¬mergidas, debían dar menos impulso. Pero, no obstante, podíamos partir. Me acosté, con la esperanza de salir al mar al día siguiente. No me engañaba. El 26 de marzo, al rayar el día, vi flotar en el palo de mesana el pabellón americano, en el mayor el pabellón francés y en el trinquete el pabellón de Inglaterra.


...continuará

sábado, julio 16, 2011

El Nuevo Acelerador

Por H.G. Wells


En verdad que si alguna vez un hombre encontró una guinea buscan-do un alfiler, ese fue mi buen amigo el profesor Gibberne. Yo había oído hablar ya de investigadores que sobrepasaban su objeto; pero nunca hasta el extremo que él lo ha conseguido. Esta vez, al menos, y sin exageración, Gibberne ha hecho un descubrimiento que revolu-cionará la vida humana.
Y esto le sucedió sencillamente buscando un estimulante nervioso de efecto general para hacer recobrar a las personas debilitadas las energías necesarias en nuestros agitados días.
Yo he probado ya varias veces la droga, y lo único que puedo hacer es describir el efecto que me ha producido. Pronto resultará evidente que a todos aquellos que andan al acecho de nuevas sensaciones les están reservados experimentos sorprendentes.
El profesor Gibberne, como es sabido, es convecino mío en Folkes-tone. Si la memoria no me engaña, han aparecido retratos suyos, de diferentes edades, en el Strand .Magazine, creo que a fines del año 1899; pero no puedo comprobarlo, porque he prestado el libro a al-guien que no me lo ha devuelto. Quizá recuerde el lector la alta frente y las negras cejas, singularmente tupidas que dan a su rostro un aire tan mefistofélico.Ocupa una de esas pequeñas y agradables casas aisladas, de estilo mixto, que dan un aspecto tan interesante al extre-mo occidental del camino alto de Sandgate. Su casa es la que tiene el tejado Flamenco y el pórtico árabe, y en la pequeña habitación del mirador es donde trabaja cuando se encuentra aquí, y donde nos he-mos reunido tantas tardes a fumar y conversar. Su conversación es animadísima; pero también le gusta hablarme acerca de sus traba-jos. Es uno de esos hombres que encuentran una ayuda y un estrmulan-te en la conversación, por lo que a mí me ha sido posible seguir la concepción del Nuevo Acelerador desde su origen. Desde luego, la mayor parte de sus trabajos experimentales no se verifican en Folkestone, sino en Gower Street, en el magnífico y flamante labo-ratorio continuo al hospital, laboratorio que él ha sido el primero en usar.
Como todo el mundo sabe o por lo menos todas las personas inteli-gentes, la especialidad en que Gibberne ha ganado una reputación tan grande como merece entre los fisiólogos ha sido en la acción de las medicinas sobre el sistema nervioso. Según me han dicho, no tie-ne rival en sus conocimientos sobre medicamentos soporíferos, sedan-tes y anestésicos. También es un químico bastante eminente, y creo que en la sutil y completa selva de los enigmas que se
concentran en las células de los ganglios y en las fibras nerviosas ha abierto pe¬queños claros, ha logrado ciertas elucidaciones que, hasta que él juz-gue oportuno publicar sus resultados, seguirán siendo inaccesibles para los demás mortales. Y en estos últimos años se ha consagrado con especial asiduidad a la cuestión de los estimulantes nerviosos, en los que ya había obtenido grandes éxitos antes del descubrimiento del Nuevo Acelerador. La ciencia médica tiene que agradecerle, por lo menos, tres reconstituyentes distintos y absolutamente efica-ces, de incomparable utilidad práctica. En los casos de agotamiento, la preparación conocida con el nombre de Jarabe B de Gibberne ha salvado ya más vidas, creo yo, que cualquier bote de salvamento de la costa.

Pero ninguna de estas pequeñas cosas me deja todavía satisfecho - me dijo hace cerca de un año -. O bien aumentan la energía central sin afectar a los nervios, o simplemente aumentan la energía disponible, aminorando la conductividad nerviosa, y todas ellas cau-san un efecto local y desigual. Una vivifica el corazón y las vísceras, y entorpece el cerebro; otra, obra sobre el cerebro a la manera del champaña, y no hace nada bueno para el plexo solar, y lo que yo quiero, y pretendo obtener, si es humanamente posible, es un esti-mulante que afecte todos los órganos, que vivifique durante cierto tiempo desde la coronilla hasta la punta de los pies, y que haga a uno dos o tres veces superior a los demás hombres. ¿Eh? Eso es lo que yo busco.

Pero esa actividad fatigaría al hombre.

No cabe duda. Y comería doble o triple, y así sucesivamente. Pero piense usted lo que eso significaría. Imagínese usted en posesión de un frasquito como éste -y alzó una botellita de cristal verde, con la que subrayó sus frases -, y que en este precioso frasquito se en-cuentra el poder de pensar con el doble de rapidez, de moverse con el doble de celeridad, de realizar un trabajo doble en un tiempo dado de lo que sería posible de cualquier otro modo.

-¿Pero es posible conseguir una cosa así?
-Yo creo que sí. Si no lo es, he perdido el tiempo durante un año. Estas diversas preparaciones de los hipofosfitos, por ejemplo, pare-cen demostrar algo como eso. Aun si sólo se tratara de acelerar la vi-talidad con un ciento por ciento esto lo conseguiría.

- Puede que sí- dije yo.

-Si usted fuera por ejemplo, un gobernante que se encontrara ante una grave situación y tuviera que tomar una decisión urgente, con los minutos contados. ¿qué le parece...?

- Se podría suministrar una dosis al secretario particular- dije yo.

- Ganaría usted... la mitad del tiempo. O suponga usted, por ejemplo, que quiere acabar un libro.

- Por regla general - dije yo- suelo desear no haberlos empezado nunca.

- O un médico que quiere reflexionar rápidamente ante un caso mortal. O un abogado... o un hombre que quiere ser aprobado en un examen.

- Para esos hombres valdría una guinea cada gota, o más- dije yo.

-También en un duelo- dijo Gibberne -, en donde todo depende de la rapidez en oprimir el gatillo.

- O en manejar la espada- añadí yo.

-Mire usted -dijo Gibberne -: si lo consigo gracias a una droga de efecto general, esto no causará ningún daño, salvo que puede hacerlo envejecer más pronto en un grado infinitesimal. Y habrá vivido el do-ble que los demás.

- Oiga - dije yo, reflexionando -: ¿sería eso leal en un duelo? -Esa es una cuestión que deberán resolver los padrinos - repuso Gibberne.

-¿Y realmente cree usted que eso es posible? -repetí, volviendo a preguntas específicas.

-Tan posible -repuso Gibberne, lanzando una mirada a algo que pasaba vibrando por delante de la ventana- como un autobús. A de-cir verdad...
Se detuvo, sonrió sagazmente y dio unos golpecitos en el borde de la mesa con el frasquito verde.

- Creo que conozco la droga... He obtenido ya algo prometedor, -terminó.

La nerviosa sonrisa de su semblante traicionaba la verdad de su re-velación. Gibberne hablaba raramente de sus trabajos experimenta-les a no ser que se hallara muy cerca del triunfo.

- Y puede ser..., puede ser..., no me sorprendería..., que la vitali-dad resultara más que duplicada.

-Eso será una cosa enorme -aventuré yo. - Será, en efecto, una cosa enorme-repitió él.

Pero, a pesar de todo, no creo que supiera por completo lo enorme que iba a ser aquello. Recuerdo que después hablamos varias veces acerca de la droga. Gibberne la llamaba el Nuevo Acelerador, y cada vez hablaba de ella con más confianza. A veces hablaba nerviosamente de los resultados fisiológicos inesperados que podría producir su uso, y entonces se mostraba francamente mercantil, y teníamos largas y apasionadas discusiones sobre la manera de dar a la preparación un giro comercial.

- Es una cosa buena - decía Gibberne -, una cosa estupenda. Yo sé que voy a dotar al mundo de algo valioso, y creo que no deja de ser razonable esperar que el mundo la pague. La dignidad de la ciencia es una cosa muy bonita; pero de todos modos, me parece que debo re-servarme el monopolio de la droga durante unos diez años, por ejem-plo. No veo la razón de que todos los goces de la vida les estén reservados a los tratantes de jamones.

El interés que yo mismo sentía por la droga esperada no decayó, en verdad, con el tiempo. Siempre he tenido una rara propensión a la metafísica. Siempre ha sido aficionado a las paradojas sobre el espa-cio y el tiempo, y me parecía que, en realidad, Gibberne preparaba nada menos que la aceleración absoluta de la vida.
Supóngase un hom-bre que se dosificara repetidamente con semejante preparación: este hombre viviría, en efecto, una vida activa y única; pero sería adulto a los once años, de edad madura a los veinticinco, y a los trein-ta emprendería el camino de la decrepitud senil.

Hasta este punto se me figuraba que Gibberne sólo iba a procurar a todo el mundo el que tomara su droga exactamente lo mismo que lo que la Naturaleza ha procurado a los judíos y a los orientales, que son hombres a los quince años y ancianos a los cincuenta, y siempre más rápidos que nosotros en el pensar y en obrar. Siempre me ha ma-ravillado la acción de las drogas; por medio de ellas se puede enlo-quecer a un hombre, calmarle, darle una fortaleza y una vivacidad increíbles, o convertirle en un leño impotente, activar esta pasión o moderar aquella; y ¡ahora venía a añadirse un nuevo milagro a este extraño arsenal de frascos que utilizan los médicos! Pero Gibberne estaba demasiado atento a los puntos técnicos para que penetrara mucho en mi aspecto de la cuestión.

Fue el siete o el ocho de agosto cuando me dijo que la destilación que decidiría su fracaso o su éxito temporal se estaba verificando mientras nosotros hablábamos, y el día diez cuando me dijo que la operación estaba terminada y que el Nuevo Acelerador era una reali-dad palpable. Este día lo encontré cuando subía la cuesta de Sandga-te, en dirección de Folkestone (creo que iba a cortarme el pelo); Gib¬berne vino a mi encuentro apresuradamente, y supongo que se diri-gía a mi casa para comunicarme en el acto su éxito. Recuerdo que los ojos le brillaban de una manera insólita en la cara acalorada, y hasta noté la rápida celeridad de sus pasos.
-Es cosa hecha - gritó, agarrándome la mano y hablando muy de prisa -. Más que hecha. Venga a mi casa a verlo.

¿De verdad? - ¡De verdad! - gritó -. ¡Es increíble. Venga a verlo. -¿Pero produce... el doble:?

Más, mucho más. Me he espantado. Venga a ver la droga. ¡Pruébela! ¡Ensáyela! Es la droga más asombrosa del mundo. Me aferró el brazo, y marchando a un paso tal que me obligaba a ir corriendo, subió conmigo la cuesta, gritando sin cesar. Todo un ómnibus de excursionistas se volvió a mirarnos al unísono, a la mane-ra que lo hacen los ocupantes de estos vehículos. Era uno de esos días calurosos y claros que tanto abundan en Folkestone; todos los colo-res brillaban de manera increíble, y todos los contornos se recortaban con rudeza. Hacía algo de aire, desde luego; pero no tanto como el que necesitaría para refrescarme y calmarme el sudor en aquellas condiciones. Jadeando, pedí misericordia.

-No andaré muy de prisa, ¿verdad? - exclamó Gibberne, redu-ciendo su paso a una marcha todavía rápida.
-¿Ha probado usted ya esa droga? - dije yo, soplando.
-No. A lo sumo una gota de agua que quedaba en un vaso que en-juagué para quitar las últimas huellas de la droga. Anoche sí la tomé, ¿sabe usted? Pero eso ya es cosa pasada.
-¿Y duplica la actividad? - pregunté yo al acercarme a la entrada de su casa, sudando de una manera lamentable.
-¡La multiplica mil veces, muchos miles de veces! -exclamó Gib-berne con un gesto dramático, abriendo violentamente la ancha can-cela de viejo roble tallado.
-¿Eh?- dije yo, siguiéndole hacia la puerta.

- Ni siquiera sé cuántas veces la multiplica - dijo Gibberne con el llavín en la mano.

- ¿Y usted...?

-Esto arroja toda clase de luces sobre la fisiología nerviosa; da a la teoría de la visión una forma enteramente nueva... ¿Sabe Dios cuán-tos miles de veces? Ya lo veremos después. Lo importante ahora es ensayarla droga.

- ¿Ensayar la droga?- exclamé yo mientras seguíamos el corre-dor.

-¡Claro! -dijo Gibberne, volviéndose hacia mí en su despacho -. ¡Ahí está, en ese frasco verde! ¡A no ser que tenga usted miedo!
Yo soy, por naturaleza, un hombre prudente, sólo intrépido en teo-ría. Tenía miedo; pero, por otra parte, me dominaba el amor propio.
Hombre - dije, cavilando -, ¿dice usted que la ha probado? -Sí; la he probado ¬repuso -, y no parece que me haya hecho da-ñe, ¿verdad? Ni siquiera tengo mal color, y, por el contrario, siento...

Venga la poción - dije yo, sentándome -. Si la cosa sale mal, me ahorraré el cortarme el pelo, que es, a mi juicio, uno de los deberes más odiosos del hombre civilizado. ¿Cómo toma usted la mezcla:'
Con agua - repuso Gibberne, poniendo de golpe una botella en-cima de la mesa. Se hallaba en pie, delante de su mesa, y me miraba a mí, que esta-ba sentado en el sillón; sus modales adquirieron de pronto cierta afectación de especialista.
Es una droga singular, ¿sabe usted?- dijo. Yo hice un gesto con la mano, y él continuó:

-Debo advertirle, en primer lugar, que en cuanto la haya usted bebido, cierre los ojos y no los abra hasta pasado un minuto o algo así, y eso con mucha precaución. Se sigue viendo.
El sentido de la vis-ta depende de la duración de las vibraciones, y no de una multitud de choques; pero si se tienen los ojos abiertos, la retina recibe una espe¬cie de sacudida, una desagradable confusión vertiginosa. Así que téngalos cerrados.

Bueno; los cerraré.
La segunda advertencia es que no se mueva. No empiece usted a andar de un lado para otro, puede darse algún golpe. Recuerde que irá usted varios miles de veces más de prisa que nunca; el corazón, los pulmones, los músculos, el cerebro, todo funcionará con esa rapidez, y puede usted darse un buen golpe sin saber cómo. Usted no notará nada, ¿sabe usted? Se sentirá lo mismo que ahora. Lo

único que le pasará es que parecerá que todo se mueve muchos miles de veces más despacio que antes. Por eso resulta la cosa tan rara.
-¡Dios mío! - dije yo -. ¿Y pretende usted...? - Ya verá usted -dijo él, alzando un cuentagotas. Echó una mirada al material de la mesa, y añadió:

- Vasos, agua, todo está listo. No hay que tomar demasiado en el primer ensayo.

El cuentagotas absorbió el precioso contenido del frasco.

- No se olvide de lo que le he dicho - dijo Gibberne, vertiendo las gotas en un vaso de una manera misteriosa -. Permanezca sentado con los ojos herméticamente cerrados y en una inmovilidad absoluta durante dos minutos. Luego me oirá usted hablar.

Añadió un dedo de agua a la pequeña dosis de cada vaso.
-A propósito - dijo -: no deje usted el vaso en la mesa. Téngalo en la mano, descansando ésta en la rodilla. Sí; eso es, Y ahora... Gibberne alzó su vaso.
- ¡Por el Nuevo Acelerador! - dije yo. - ¡Por el Nuevo Acelerador! - repitió él.
Chocamos los vasos y bebimos, e instantáneamente cerré los ojos. Durante un intervalo indefinido permanecí en una especie de nirva-na. Luego oí decir a Gibberne que me despertara, me estremecí, y abrí los ojos. Gilbberne seguía en pie en el mismo sitio, y todavía tenía el vaso en la mano. La única diferencia era que éste estaba vacío. - ¿Qué?- dije yo.
-¿No nota nada de particular?
Nada. Si acaso, una ligera sensación de alborozo. Nada más. -¿Y ruidos?
Todo está tranquilo - dijo yo -. ¡Por Júpiter, sí! Todo está tran-quilo, salvo este tenue Pat-pat, pat-,bat, como el ruido de la lluvia al caer sobre objetos diferentes. ¿Qué es eso?
Sonidos analizados- creo que me respondió; pero no estoy segu-ro.

Lanzó una mirada a la ventana y exclamó:
-¿Ha visto usted alguna vez delante de una ventana una cortina tan inmóvil como esa?
Seguí la dirección de su mirada y vi el extremo de la cortina, como si se hubiera quedado petrificada con una punta en el aire en el mo-mento de ser agitada vivamente por el viento.
- No - dije yo -; es extraño.
-¿Y esto?- dijo Gibberne, abriendo la mano que tenía el vaso. Como es natural, yo me sobrecogí, esperando que el vaso se rompería contra el suelo. Pero. lejos de romperse, ni siquiera pareció moverse; se mantenía inmóvil en el aire
-En nuestras latitudes- dijo Gibberne-, un objeto que cae reco-rre, hablando en general, cinco metros en el primer segundo de su caí-da. Este vaso está cayendo ahora a razón de cinco metros por se-gundo. Lo que sucede, ¿sabe usted?, es
que todavía no ha transcurri-do una centésima de segundo. Esto puede darle una idea de la activi-dad vital que nos ha dado mi Acelerador.
Y empezó a pasar la mano por encima, por debajo y alrededor del vaso, que caía lentamente. Por último, lo cogió por el fondo, lo atrajo hacia sí y lo colocó con mucho cuidado sobre la mesa.
-¿Eh?- dijo riéndose.
-Esto me parece magnífico- dije yo, y empecé a levantarme del sillón con gran cautela.

Yo me encontraba perfectamente, muy ligero y a gusto y lleno de absoluta confianza en mí mismo. Todo mi ser funcionaba muy de prisa.
Mi corazón, por ejemplo, latía mil veces por segundo; pero esto no me causaba el menor malestar. Miré por la ventana: un ciclista inmóvil con la cabeza inclinada sobre los manubrios y una nube iner-te de polvo tras la rueda posterior trataba de alcanzar a un ómnibus lanzado al galope, que no se movía. Yo me quedé con la boca abierta ante este espectáculo increíble.
- Gibberne - exclamé -, ¿cuánto tiempo durará esta maldita droga ~ -¡Dios sabe! ¬repuso él -. La última vez que la tomé me acosté, y se me pasó durmiendo. Le aseguro que estaba asustado. En realidad, debió de durarme unos minutos, que me parecíeron horas. Pero en poco rato creo que el efecto disminuye de una manera bastante súbita. Yo estaba orgulloso de observar que no estaba asustado, debido, tal vez, a que éramos dos los expuestos.

-¿Por qué no salir a la calle? - pregunté yo. -¿Por qué no:'
La gente se fijará en nosotros. .
De ningún modo. ¡Gracias a Dios! Fíjese usted en que iremos mil veces más de prisa que el juego de manos más rápido que se haya hecho nunca. ¡Vamos! ¿Por dónde salimos? ¿Por la ventana o por la puerta?

Salimos por la ventana.

Seguramente, de todos los experimentos extraños que yo he hecho o imaginado nunca, o que he leído que habían hecho o imaginado otros, esta pequeña incursión que hice con Gibberne por el parque de Folkestone ha sido el más extraño y el más loco de todos.
Por la puerta del jardín salimos a la carretera, y allí hicimos un mi-nuciosos examen del tráfico inmovilizado. El remate de las ruedas y algunas de las patas de los caballos del ómnibus, así como la punta del látigo y la mandíbula inferior del cochero, que en ese preciso ins-tante se puso a bostezar, se movían perceptiblemente; pero el resto del pesado vehículo parecía inmóvil y absolutamente silencioso, ex-cepto un tenue ruido que salía de la garganta de un hombre. ¡Y este edificio petrificado estaba ocupado por un cochero, un guía y once via-jeros! El efecto de esta inmovilidad mientras nosotros caminábamos, empezó por parecernos locamente extraño y acabó por ser desagradable.

Veíamos a personas como nosotros, y, sin embargo, diferentes, pe-trificadas en actitudes descuidadas, sorprendidas a la mitad de un gesto. Una joven y un hombre se sonreían mutuamente, con una son-risa oblicua que amenazaba hacerse eterna; una mujer con una pa-mela de amplias alas apoyaba el brazo en la barandilla del coche y contemplaba la casa de Gibberne con la impávida mirada de la eter-nidad; un hombre se acariciaba el bigote como una figura de cera, y otro extendía una mano lenta y rígida, con los dedos abiertos, hacia el sombrero, que se le escapaba. Nosotros los mirábamos, nos reía-mos de ellos y les hacíamos muecas; luego nos inspiraron cierto desa-grado, y dando media vuelta, atravesamos el camino por delante del ciclista dirigiéndonos al parque.

- ¡Cielo santo! - exclamó de pronto Gibberne-. ¡Mire!
Delante de la punta de su dedo extendido, una abeja se deslizaba por el aire batiendo lentamente las alas y a la velocidad de un caracol excepcionalmente lento.
A poco llegamos al parque. Allí, el fenómeno resultaba todavía más absurdo. La banda estaba tocando en el quiosco, aunque el rui-do que hacía era para nosotros como el de una quejumbrosa carraca, algo así como un prolongado suspiro, que tantas veces se convertía en un sonido análogo al del lento y apagado tic tac de un reloj monstruoso.

Personas petrificadas, rígidas, se hallaban en pie, y maniquíes ex-traños, silenciosos, de aire fatuo, permanecían en actitudes inesta-bles, sorprendidos en la mitad de un paso durante su paseo por el césped. Yo pasé junto a un perrito de lanas suspendido en el aire al saltar, y contemplé el lento movimiento de sus patas al caer a tierra.


-¡Oh, mire usted! - exclamó Gibberne. Y nos detuvimos un instante ante un magnífico personaje vestido con un traje de franela blanca y rayas tenues, con zapatos blancos y sombrero panamá, que se volvía a guiñar el ojo a dos damas con vesti-dos claros que habían pasado a su lado. Un guiño, estudiado con el detenimiento que nosotros podíamos permitirnos, es una cosa muy poco atrayente. Pierde todo carácter de viva alegría, y se observa que el ojo que se guiña no se cierra por completo, y que bajo el párpado aparece el borde inferior del globo del ojo como una tenue línea blanca.

¡Como el Cielo me conceda memoria - dije yo - nunca volveré a guiñar el ojo!

Ni a sonreír - añadió Gibberne con la mirada fija en los dientes de las damas.

-Hace un calor infernal -dije yo -. Vayamos más despacio. - ¡Bah! ¡Sigamos! - dijo Gibberne.

Nos abrimos camino por entre las sillas de la avenida. Muchas de las personas sentadas en las sillas parecían bastante naturales en sus actitudes pasivas; pero la faz contorsionada de los músicos no era un espectáculo tranquilizador. Un hombre pequeño, de cara purpúrea, estaba petrificado a la mitad de una lucha violenta por doblar un pe-riódico, a pesar del viento. Encontrábamos muchas pruebas de que todas las gentes desocupadas estaban expuestas a una brisa conside-rable, que, sin embargo, no existía por lo que a nuestras sensaciones se refería. Nos apartamos un poco de la muchedumbre y nos volvi-mos a contemplarla.

El espectáculo de toda aquella multitud convertida en un cuadro, con la rígida inmovilidad de figuras de cera, era una maravilla incon-cebible. Era absurdo, desde luego; pero me llenaba de un sentimien-to exaltado, irracional, de superioridad. ¡lmaginaos qué portento! Todo lo que yo había dicho, pensado y hecho desde que la droga ha-bía empezado a actuar en mi organismo había sucedido, en relación con aquellas gentes y con todo el mundo en general, en un abrir y ce-rrar de ojos.

El Nuevo Acelerador... - empecé yo; pero Gibberne me interrumpió.

Ahí está esa vieja infernal. -¿Qué vieja?

-Una que vive junto a mi casa. Tiene un perro faldero que no hace más que ladrar. ¡Cielos! ¡La tentación es irresistible!
Gibberne tiene a veces arranques infantiles, impulsivos. Antes que yo pudiera discutir con él, arrancaba al infortunado animal de la existencia visible y corría velozmente con él hacia el barranco del parque. Era la cosa más extraordinaria. El pequeño animal no ladró, no se debatió ni dio la más ligera muestra de vitalidad. Se quedó completamente rígido, en una actitud de reposo soñoliento, mientras Gibberne lo llevaba cogido por el cuello. Era como si fuera corriendo con un perro de madera.
- ¡Gibberne! - grité yo -. ¡Suéltelo!

Luego dije alguna otra cosa y volví a gritarle: -Gibberne, si sigue usted corriendo así, se le va a prender fuego la ropa- ya se le empezaba a chamuscar el pantalón.
Gibberne dejó caer su mano en el muslo y se quedó vacilando al borde del barranco.
Gibberne - grité yo, corriendo tras él -. Suéltelo. ¡Este calor es excesivo! ¡Es debido a nuestra velocidad! ¡Corremos a tres o cuatro kilómetros por segundo! ... ¡Y el frotamiento del aire! ...

¿Qué? - dijo Gibberne, mirando al perro.

-El frotamiento del aire! - grité yo -. El frotamiento del aire. Vamos demasido aprisa.
Parecemos aerolitos. Es demasiado calor. ¡Gibberne! ¡Gibberne! Siento muchos pinchazos y estoy cubierto de sudor. Se ve que la gente se mueve ligeramente. ¡Creo que la droga se disipa! Suelte ese perro.

- ¿Eh? - dijo él.

-La droga se disipa - repetí yo -. Nos estamos abrasando, y la droga se disipa. Yo estoy empapado de sudor.

Gibberne se quedó mirándome. Luego miró a la banda, cuyo lento carraspeo empezaba en verdad a acelerarse. Luego, describiendo con el brazo una curva tremenda, arrojó a lo lejos al perro que se elevó dando vueltas, inanimado aún, y cayó, al fin, sobre las sombríllas de un grupo de damas que conversaban animadamente. Gibberne me cogió del codo.

-¡Por Júpiter! - exclamó -. Me parece que sí se disipa. Una especie de picor abrasador. . sí. Ese hombre está moviendo el pañuelo de una manera perceptible. Debemos marcharnos de aquí rápidamente.

Pero no pudimos marcharnos con bastante rapidez. ¡Y quizá fuera una suerte! Pues, de lo contrario, hubiéramos corrido, y si hubiéra-mos corrido, creo que nos hubiésemos incendiado. ¡Es casi seguro que nos hubiésemos prendido fuego! Ni Gibberne ni yo habíamos pensado en eso, ¿sabe usted?... Pero antes que hubiéramos echado a correr, la acción de la droga había cesado. Fue cuestión de una ínfi-ma fracción de segundo. El efecto del Nuevo Acelerador cesó como quien corre una cortina, se desvaneció durante el movimiento de una mano. Oí la voz de Gibberne muy alarmada: - Siéntese - exclamó.

- Yo me dejé caer en el césped, al borde del prado, abrasando el suelo. Todavía hay un trozo de hierba quemada en el sitio en que me senté. Al mismo tiempo, la paralización general pareció cesar; las vi-braciones desarticuladas de la banda se unieron precipitadamente en una ráfaga de música; los paseantes pusieron el pie en el suelo y continuaron su camino; los papeles y las banderas empezaron a agi¬tarse; las sonrisas se convirtieron en palabras; el personaje que había empezado el guiño lo terminó y prosiguió su camino satisfecho, y to-das las personas sentadas se movieron y hablaron.

El mundo entero había vuelto a la vida y empezaba a marchar tan de prisa como nosotros, o, mejor dicho, nosotros no íbamos ya más de prisa que el resto del mundo.
Era como la reducción de la velocidad de un tren al entrar en una estación. Durante uno o dos segundos, todo me pareció que daba vueltas, sentí una ligerísima náusea, y eso fue todo. ¡Y el perrito, que parecía haber quedado suspendido un momento en el aire cuando el brazo de Gibberne le imprimió su velocidad, cayó con súbita celeri-dad a través de la sombrilla de una dama.

Esto fue nuestra salvación. Excepto un anciano corpulento, que es-taba sentado en una silla y que ciertamente se estremeció al vernos, lue-go nos miró varias veces con gran desconfianza y me parece que aca-bé por decir algo a su enfermera acerca de nosotros, no creo que ni una sola persona se diera cuenta de nuestra súbita aparición. ¡Plop! Debi-mos de llegar allí bruscamente. Casi en el acto dejamos de chamuscar-nos, aunque la hierba que había debajo de mí desprendía un calor desagradable. La atención de todo el mundo (incluso la de la banda de la .Asociación de Recreos, que por primera vez tocó desafinada-mente) había sido atraída por el hecho pasmoso, y por el ruido toda-vía más pasmoso de los ladridos y la gritería que se originó de que un perro faldero gordo y respetable, que dormía tranquilamente del lado Este del quiosco de la música, había caído súbitamente a través de la sombrilla de una dama que se encontraba en el lado opuesto, llevando los pelos ligeramente chamuscados a causa de la extrema velocidad de su viaje a través del aire. ¡Y en estos días absurdos, en que todos tratamos de ser todo lo psíquicos, lo cándidos y lo supersti-ciosos que sea posible!

La gente se levantó atropelladamente, tirando las sillas, y el guardia del parque acudió. Ignoro cómo se arreglaría la cuestión; estábamos demasiado deseosos de desligarnos del asunto y de rehuir las miradas del anciano de la silla para entretenernos en hacer minuciosas investigaciones. En cuanto estuvimos lo suficiente-mente fríos y nos recobramos de nuestro vértigo, nuestras náuseas y nuestra confusión de espíritu, nos levantamos, y bordeando la muche-dumbre, dirigimos nuestros pasos por el camino del hotel de la metró-poli hacia la casa de Gibberne. Pero entre el tumulto oí muy dis-tintamente al caballero que estaba sentado junto a la dama de la sombrilla rota, que dirigía amenazas e insultos injustificados a uno de los inspectores de las sillas.

- Si usted no ha tirado el perro - le decía -, ¿quién ha sido?
El súbito retorno del movimiento y del ruido familiar, y nuestra natural ansiedad acerca de nosotros mismos (nuestras ropas estaban todavía terriblemente calientes, y la parte delantera de los pantalo-nes blancos de Gibberne estaba chamuscada y ennegrecida), me im-pidieron hacer sobre todas estas cosas las minuciosas observaciones que hubiera querido. En realidad no hice ninguna observación de al-gún valor científico sobre este retorno. La abeja, desde luego, se había marchado. Busqué al ciclista con la mirada; pero ya se había perdido de vista cuando nosotros llegamos al camino alto de Sandgate, o quizá nos lo ocultaban los carruajes; sin embargo, el ómnibus de los viajeros, con todos sus ocupantes vivos y agitados ya, marchaba a buen paso cer-ca de la iglesia próxima.

Al entrar en la casa observamos que el antepecho de la ventana por donde habíamos saltado al salir estaba ligeramente chamuscado, que las huellas de nuestros pies en la grava del sendero eran de una profundidad insólita.
Este fue mi primer experimento del Nuevo Acelerador. Prácticamente habíamos estado corriendo de un lado a otro, y diciendo y haciendo toda clase de cosas, en el espacio de uno o dos segundos de tiempo. Habíamos vivido media hora mientras la banda había toca-do dos compases. Pero el efecto causado en nosotros fue que el mundo entero se había detenido, para que nosotros lo examináramos a gus-to. Teniendo en cuenta todas las cosas, y particularmente nuestra te-meridad al aventurarnos fuera de la casa, el experimento pudo muy bien haber sido mucho más desagradable de lo que fue.

Demostró, sin duda, que Gibberne tiene mucho que aprender aún antes que su preparación sea de fácil manejo; pero su viabilidad quedó demostra-da ciertamente de una manera indiscutible.
Después de esta aventura, Gibberne ha ido sometiendo constante-mente a control el uso de la droga, y varias veces, y sin ningún mal resultado, he tomado yo bajo su dirección dosis medidas, aunque he de confesar que no me he vuelto a aventurar a salir a la calle mientras me encuentro bajo su efecto. Puedo mencionar, por ejemplo, que esta historia ha sido escrita bajo su influencia, de un tirón y sin otra inte-rrupción que la necesaria para tomar un poco de chocolate. La empecé a las seis y veinticinco, y en este momento mi reloj marca la media y un minuto. La comodidad de asegurarse una larga e ininte-rrumpida cantidad de
trabajo en medio de un día lleno de compro-misos, nunca podría elogiarse demasiado.
Gibberne está trabajando ahora en el manejo cuantitativo de su preparación, teniendo siempre en cuenta sus distintos efectos en ti-pos de diferente constitución. Luego espera descubrir un Retardador para diluir la potencia actual, más bien excesiva, de su droga. El Retardador, como es natural, causará el efecto contrario al Acelerador.

Empleado solo, permitirá al paciente convertir en unos segundos muchas horas de tiempo ordinario, y conservar así una inacción apá-tica, una fría ausencia de vivacidad, en un ambiente muy agitado o irritante. Juntos los dos descubrimientos, han de originar necesaria-mente una completa revolución en la vida civilizada, éste será el principio de nuestra liberación del Vestido del Tiempo, de que habla Garlyle. Mientras, este Acelerador nos permitirá concentrarnos con formidable potencia en un momento u ocasión que exija el máximo rendimiento de nuestro vigor y nuestros sentidos, el Retardador nos permitirá pasar en tranquilidad pasiva las horas de penalidad o de tedio.

Quizá pecaré de optimista respecto al Retardador, que en reali-dad. no ha sido descubierto aún; pero en cuanto al Acelerador, no hay ninguna duda posible. Su aparición en el mercado en forma cómoda, controlable y asimilable es cosa de unos meses. Se le podrá adquirir en todas las farmacias y droguerías, en pequeños frascos verdes, a un precio elevado, pero de ningún modo excesivo si se consideran sus ex-traordinarias cualidades. Se llamará Acelerador Nervioso de Gibber-ne, y éste espera hallarse en condiciones de facilitará en tres distin-tas potencias: una de doscientos, otra de novecientos y otra de mil grados, y se distinguirán por etiquetas amarilla, rosa y blanca, res-pectivamente.

No hay duda de que su uso hace posible un gran número de cosas extraordinarias, pues, desde luego, pueden efectuarse impunemente los actos más notables y hasta quizá los más criminales, escurriéndo-se de este modo, por decirlo así, a través de los intersticios del tiempo. Como todas las preparaciones potentes, ésta sería susceptible de abuso.

No obstante, nosotros hemos discutido a fondo este aspecto de la cuestión, y hemos decidido que eso es puramente un problema de ju-risprudencia médica completamente al margen de nuestra jurisdic-ción. Nosotros fabricaremos y venderemos el Acelerador, y en cuanto a las consecuencias..., ya veremos.

martes, julio 12, 2011

Al otro lado del tiempo - capítulo 2

Extracto del libro de Richard Bach

CAPÍTULO 2
QUIEN DIJO: “EL PLACER ESTÁ EN EL VIAJE Y NO EL LA LLEGADA” no iba camino al otro lado del tiempo.
Una semana después de mi vuelo en el Cub no me había acercado un centímetro al sitio del que provenían las imágenes de mis piezas para aeroplano. Ni una sola vez volví a ver el rostro de esa encantadora mensajera.
Mi curiosidad, mi deseo de espiar su mundo, eso era mi problema; ella parecía estar diciéndome algo; no tenía intención alguna de ayudarme en un plan no autorizado por su empleador. A juzgar por las evidencias que pude reunir en toda una semana de astutas planificaciones para que apareciera, ella no existía.
Por la noche me acurrucaba en el sofá, frente a mi pequeño hogar, contemplando las llamas. Cuando entrecerraba los ojos, la luz parecía parpadear también en algún otro lugar: un cuarto con sillas de cuero de respaldo alto. No veía las sillas, pero las percibía, percibía la presencia de otros en la habitación, un murmullo indistinto de voces, alguien que pasaba caminando, sin reparar en mí, no muy lejos. Sólo veía el fuego y sombras en un cuarto que no era el mío.
Sacudí la cabeza y la visión, frágil, se desintegró.
Después de un rato se me ocurrió una respuesta. Para incitarla a regresar, ¡basta con que le presente un problema para resolver! Y cuando se acerque con la solución, allí estaré para pedirle que espere.
De inmediato me dediqué a diseñar un juego de cuñas para las ruedas del avión. ¿Necesitaba algo que se plegara en caso de que el viaje sufriera un colapso y que también pudiera mantener al Cub en una tormenta de viento? Imaginé algunas cuñas lamentables, que flotaron en mi mente antes de dormir, como señuelo.
Nada. Al llegar la mañana aún estaban allí las mismas cosas endebles y miserables. Las deseché. A la noche siguiente le pedí ayuda para inventar algo que impidiera la entrada de la lluvia en el tanque de combustible, algo que no fuera una lata de tomates invertida. ¿Algo de aluminio, quizá?
Silencio. No hubo respuesta. Se mantenía indiferente a los problemas fingidos, a diseños para cuñas cuando lo mejor eran las de madera, a tapas de combustible para un avión que está siempre en el hangar, a montajes sin terminar cuyo verdadero objetivo era tentarla a mostrarse otra vez. Por la mañana todos flotaban
delante de mí tal como la noche anterior; eran sólo señuelos y no me interesaban, a menos que pudieran mostrarme sus ojos una vez más.
Después de dos semanas tuve la idea de que esa forma quedaría sin respuesta por años; afligido por eso, en la aurora silenciosa me disculpé por haber tomado el camino incorrecto. Había cubierto con un manto de ardides mi deseo de verla. ¿Qué esperaba conseguir con engaños? ¿Que ella se presentara, confiada, a decirme “hola” de un lado del tiempo al otro?
Un mes después, aún pasaba las veladas contemplando el fuego, el viejo reloj de la repisa,
reconstruyendo lo sucedido paso a paso. Esos diseños habían surgido de algún lugar; cada uno de ellos estaba instalado en ese momento en mi Piper J-3C, felizmente tridimensional, que pasaba en el hangar ese invierno de 1998.
Yo no los inventé; cuando aparté los problemas para dormir no tenía idea de cómo resolverlos. No eran travesuras holográficas de algún vecino que apuntara secretamente con un proyector láser a través del alba. No eran alucinaciones. Eran simples pero ingeniosos... Eran diseños funcionales que resolvían problemas reales.
Además pensé que no llevaban ningún adorno moderno. Nada de materiales ni procesos exóticos, nada de sutiles advertencias de riesgo, nada que sugiriera determinadas bases de datos computadas para mecanismos enmarañados.
Su cara me perseguía. Expeditiva, práctica, tan completamente concentrada en el trabajo, en hacer bien lo suyo, que con sólo verse observada por mí se borraba, desaparecía.
Estudié las llamas, la danza de las sombras. Hay un lugar. Hay una habitación, tan sólida, tibia e invariable en su mundo como este cuarto lo es en el mío. No es Aquí, es Cuándo...
–Muy bien, Gaines, prueba por la mañana, si quieres. Llévate el Efe-Zeta-Zeta. Y a ver si lo traes en una sola pieza.
No fue dicho en voz alta, no era alguien que hablara junto al sofá. Lo que me sobresaltó fue la naturalidad cotidiana de las palabras que sonaban en mi cabeza; el filo de vidrio de esa frase tan sencilla cortó mi calma.
Sentí un cosquilleo en la nuca.
–¿Qué? –como si al tomarla por sorpresa, al gritar en mi sala silenciosa como un sepulcro, pudiera obtener alguna respuesta–. ¿Qué? El reloj seguía andando, midiendo cuidadosamente el tiempo.
Solo en la casa, no me importaba quién me oyera.
–¿Efe–Zeta–Zeta? No hubo respuesta.
–¿Gaines?
Toc, toc, toc, toc.
–¿Estás jugando conmigo? –Se apoderó de mí una cólera anhelante–. ¿Qué juego es éste?