martes, octubre 18, 2011

La ciudad flotante (cap. 17,18 y 19)

Por Julio Verne

CAPÍTULO XVII

El mar, en la noche del lunes al martes, estuvo bastante agitado. Los tabiques gimieron y bailaron los fardos. Cuando subí a cubierta, a las siete de la mañana, llovía. Refrescó el viento, y el oficial de cuarto mandó cargar las velas. El buque, sin apoyo, empezó a columpiarse de firme. La cu¬bierta estaba despejada y hasta los salones se hallaban poco concurridos. Las dos terceras partes de los pasajeros faltaron al lunch y a la comida. No fue posible jugar al whist, por¬que las mesas se escapaban bajo las manos de los jugadores. Los dados eran imposibles. Algunos valientes leían o dor¬mían, tendidos en los escaños. No era peor aguantar la lluvia sobre cubierta. Los marineros, vestidos de S. 0. y con sacos, impermeables, paseaban filosóficamente. El segundo, bien envuelto en su abrigo de caoutchouc, hacía su cuarto. Sus ojuelos brillaban de contento entre las ráfagas y el chubasco. ¡Le gustaba aquello! ¡Y eso que el buque bailaba como quería!

Las aguas del cielo y del mar se confundían en la bruma a pocos cables de distancia. La atmósfera era gris. Algunas aves pasaban chillando, por entre la húmeda niebla. A las diez, por la banda de estribor, se señaló una fragata que corría viento en popa, pero no se pudo reconocer su nacionalidad.

A eso de las once, el viento amainó, volviendo dos cuartos. La brisa se echó al N. O. y la lluvia cesó de pronto. Algu nos claros entre las nubes dejaron ver el azul del cielo. El sol apareció un momento y pudo hacerse una observación He aquí su resultado.



Lat. 460 29' N.

Long. 420 25' O.

Dist. 256 millas.



Por lo visto, a pesar de la mayor presión de las calderas la velocidad del buque no había aumentado. Pero la culpa era del viento Oeste, que, atacando de proa al buque, retardaba su marcha.

A las dos volvió a esperarse la niebla, mientras la brisa refrescaba. La bruma era tan densa que los oficiales, colocados en sus puestos, no veían a los marineros que estaban a proa. Semejantes vapores acumulados, son el mayor peligro de la navegación, pues dan lugar a encuentros imposibles de evitar; un choque en el mar es peor que un incendio.

Así, en medio de las brumas, oficiales y marineros vigilaban con un cuidado que no les fue superfluo, pues a eso de las tres apareció una fragata a doscientos metros del Great- Eastern, sus velas, destrozadas por el viento, no gobernaban El Great Eastern, gracias a la prontitud con que la gente de cuarto dio la señal al timonel, pudo evitar pasarla por ojo Las señales, muy bien entendidas, se hacían por medio de una campana colocada en la toldilla de proa. Un golpe signi¬ficaba buque a proa; dos, buque a estribor, tres, buque a babor. El hombre que se hallaba a la barra gobernaba conve¬nientemente, evitando el abordaje.

Siguió el viento refrescando hasta la noche. Pero los balanceos disminuyeron, porque la mar, cubierta ya por los bancos de Terranova, no podía moverse. Mister Anderson anunció, para aquella noche, un nuevo «entretenimiento». Los salones se llenaron de gente a la hora marcada. Pero aquella vez no se trataba de hacer juegos de manos. James Anderson contó la historia del cable transatlántico que él mismo había colocado. Enseñó pruebas fotográficas que re¬presentaban los aparatos para la inmersión, e hizo circular el modelo del empalme de los trozos del cable. En una pala¬bra, mereció los tres aplausos que acogieron su conferencia, parte de los cuales correspondían de derecho al promovedor de la empresa, al honorable Cyrus Field, presente en la reu¬nión.



CAPÍTULO XVIII

Al amanecer del 3 de abril, presentaba el horizonte el matiz particular que los ingleses llaman blink. Era una reverberación blanquecina, que anunciaba próximos hielos. Efectivamente, navegábamos en las aguas donde flotan las primeras moles de hielo que salen del golfo de Davis, desta¬cándose de los imnensos bancos. Para evitar encuentros con ellos se organizó una vigilancia especial.

Soplaba una fuerte brisa del Oeste. Jirones de nubes, ver¬daderos andrajos de vapores barrían la superficie del mar. Por sus agujeros se veía el azul del cielo. Oíase el sordo her-vor de las olas, despeinadas por el viento, y las gotas de agua, pulverizadas, se resolvían en espuma.

Ni Fabián, ni Corsican, ni Pitferge habían subido aún a cubierta. Me dirigí hacia la proa. Allí las paredes, al acercar¬se, forman un ángulo resguardado, un retiro en el cual un ermitaño hubiera podido vivir alejado del mundo. Me colo¬qué en aquel rincón, sentado en un rollo de cable y con los pies sobre una enorme poleo. El viento de proa rozaba la cresta de mi masa cubridora sin llegar a mi cabeza. El sitio era bueno para hacer castillos en el aire. Mis ojos abrazaban toda la extensión del buque. Podía seguir sus largas líneas, algo encorvadas, que se dirigían hacia la popa. En primer término, un gaviero, agarrado a los obenques de trinquete con una mano, trabajaba con la otra con admirable destreza. Más abajo el oficial de cuarto, de espalda al viento y envuelto en su capote de capucha, resistía los envites del viento. Del mar sólo distinguía una línea estrecha de horizonte, trazada por detrás de los tambores. Arrastrado por sus poderosas máquinas, el buque, cortando las ondas con su afilado estra¬ve, se estremecía, como los costados de una caldera cuyo fuego se activa poderosamente. Algunos torbellinos de vapor, arrancados por la brisa que los condensaba con rapidez ex¬traña, se retorcían al salir de los tubos de escape. Pero el colosal barco, cara al viento y sobre tres olas, apenas sentía las agitaciones de aquel mar, sobre el cual un transatlántico, menos indiferente a las ondulaciones, hubiera sido traído y llevado como una pelota.

A las doce y media, el cartel marcó 440 53' de latitud Nor¬te y 470 6' de longitud Oeste. ¡Sólo 227 millas en veinticua¬tro horas! ¡Los dos novios debían maldecir aquellas ruedas que no rodaban, aquella hélice que languidecía, aquel insu¬ficiente vapor que no obraba conforme a sus deseos!

A cosa de las tres, el cielo, limpio por el viento, resplan¬decía. Las líneas del horizonte se purificaron, ensanchándose en torno del punto central ocupado por el Great Eastern. Ce-dió la brisa, pero el mar continuó elevando anchas olas de un verde extraño y con bordes de espuma. Tanto oleaje no co¬rrespondía a tan poco viento; el Atlántico gruñía aún.

A las tres y media se señaló un buque a babor. Era una fragata americana que mandaba su número; se llamaba el Illinois y llevaba rumbo a Inglaterra.

En el mismo instante, el teniente H... me hizo saber que pasábamos sobre la cola del banco de New Found Land, nombre que dan los ingleses al de Terranova. Estábamos en las ricas aguas donde se pescan esos bacalaos, de los cuales tres bastarían para alimentar a Inglaterra y América, si se desarrollaran todos sus huevos.

Pasó el día sin novedad. Los paseantes habituales visita¬ron la cubierta. Arquibaldo y yo no perdíamos de vista a Fabián y a Harry Drake; hasta entonces la casualidad nos favorecía. La noche reunió en el salón a sus dóciles tertulia¬nos. Siempre los mismos ejercicios, lecturas y cantos; siempre los mismos aplausos, prodigados por las mismas manos o los mismos artistas, que acabaron por parecerme más aceptables. Hubo un incidente extraordinario, pues estalló una acalorada discusión entre un nordista y un tejano. Este pedía un «emperador» para los Estados del Sur. Afortunadament aquella disputa política, que amenazaba concluir a cachetes fue interrumpida por un telegrama imaginario dirigido al Ocean Time y concebido en estos términos: «El capitán Senmaes, ministro de la Guerra, ha hecho pagar por el Sur la averías del Alabama.»



CAPÍTULO XIX


Al dejar el salón, vivamente alumbrado, subí a cubier¬ta con Corsican. La noche era oscura. No se veía una estrella. Las ventanas de los camarotes brillaban como bocas de hornos encendidos. Apenas se veía a la gente de cuarto, que paseaba lentamente por las toldillas. Pero se respiraba el aire libre, cuyas frescas moléculas absorbía el capitán Arqui-baldo con todos sus pulmones.

Me ahogaba en el salón me dijo . ¡Aquí, al menos, nadamos en plena atmósfera! ¡Esta absorción me da la vida! Para no vivir medio asfixiado necesito cien metros cúbicos de aire puro cada veinticuatro horas.

Respirad, capitán, respirad a vuestras anchas le res¬pondí . Aquí hay aire para todos y la brisa no os regatea vuestro contingente. Confieso que los habitantes de París y Londres no conocen el oxígeno más que de nombre.

Sí, prefieren el ácido carbónico. De gustos no hay nada escrito. ¡Por mi parte, me desagrada hasta en el champaña!

Mientras hablábamos, íbamos costeando la borda de estri¬bor, abrigados del viento por la alta pared de los camarotes. Las negras chimeneas vomitaban torbellinos de humo negro, constelados de chispas. Al ronquido de las máquinas acom¬pañaban los silbidos de los obenques metálicos que, azotados por la brisa, resonaban como cuerdas de arpa. A este rumor se unía, periódicamente, el grito de los centinelas: «¡Babor, alerta! ¡Estribor, alerta!»

No se había omitido precaución alguna para la seguridad del buque en medio de aquellas aguas frecuentadas por los hielos flotantes. El capitán, de cuarto en cuarto de hora, ha¬cía sacar un cubo de agua; si su temperatura hubiera sido inferior a cierto límite, inmediatamente hubiera hecho variar el rumbo. Sabía el capitán, en efecto, que quince días antes el Pereire se había visto cercado por los témpanos, a la mis ma latitud, y era preciso evitar tamaño peligro. Su orden de noche prescribió siempre una vigilancia rigurosa. Dos oficia¬les permanecieron a su lado, uno dedicado a las señales de la hélice, otro a las de la máquina de las ruedas. Otro oficial con dos marineros velaba a la parte de proa, mientras que un contramaestre y un marinero se mantenían en el estrave Podíamos los viajeros dormir tranquilos.

Después de observar estas disposiciones, Corsican y yo regresamos a popa. Antes de retirarnos, quisimos permane¬cer aún algún tiempo sobre cubierta, como dos lugareños pacíficos en la plaza de su pueblo.

Al parecer estábamos solos. Pero nuestros ojos, así que se hubieron habituado a la oscuridad, distinguieron un hombre, completamente inmóvil, asomado al pasamanos. Corsican, después de examinarle atentamente, me dijo:

¡Es Fabián!

Efectivamente, él era. Pero no nos vio, pues se hallaba completamente estático, en muda contemplación, con la mi¬rada fija en un ángulo de las cámaras; sus ojos brillaban en la sombra. ¿Qué miraba? ¿Cómo podía atravesar aquella pro¬funda oscuridad? Aunque según mi modo de ver, lo mejor era dejarle en paz, Corsican, acercándose a él, le dijo:

¿Fabián?

Fabián no respondió. No le había oído. Corsican le llamó otra vez. Fabián se estremeció, volvió un momento la ca¬beza y dijo:

¡Silencio!

Después, señaló con la mano una sombra que se movía lentamente, al extremo de la línea de las cámaras. Después, sonriendo con tristeza, murmuró:

¡La dama negra!

Me agitó un estremecimiento; sentí que Corsican, cuyo brazo estaba unido al mío, se estremecía también. Aquella era la aparición anunciada por Pitferge.

Fabián había vuelto a sumirse en su contemplación soña¬dora. Yo, con el pecho oprimido, con la mirada vaga, veia aquella forma humana, medio delineada en la sombra, que pronto marcó sus contornos con más claridad. Adelantaba, vacilaba, se detenía, volvía a caminar, más bien deslizándose que andando. ¡Un alma errante! A diez pasos de nosotros se detuvo. Entonces pude distinguir la forma de una mujer esbelta, envuelta con una especie de albornoz pardo y con la cara oculta por un espeso velo.

¡Una loca! Una loca, ¿verdad? murmuró Fabián.

Y era una loca, en efecto. Pero Fabián no hablaba con nosotros, sino consigo mismo.

Pero aquella pobre criatura se acercó más aún. Me pare¬ció ver brillar sus ojos al través de su velo cuando se fijaron en Fabián. Se acercó a él. Fabián se levantó electrizado. La tapada le puso la mano sobre el corazón como para contar sus latidos... Después, huyendo, desapareció.

Fabián cayó de rodillas, con las manos extendidas.

¡Ella! murmuró.

Y luego, sacudiendo la cabeza:

¡Qué alucinación! dijo.

El capitán Corsican le cogió la mano, diciendo:

¡Ven, Fabián; ven!

Y arrastró tras sí a su desdichado amigo.



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