sábado, noviembre 26, 2011

La Samotracia quería volar

 

Me acuerdo de la ubicación privilegiada de la Victoria Alada de Samotracia en el descanso de la escalinata principal de Louvre. Bueno, una de las más populares porque la mayoría de los turistas que solo van a ver las 5 cosas más importantes, entran por ella para ir más rápido y así visitar la ciudad luz en dos días. Cosa que yo con más de 25 años de visita aun no he conseguido y aun no la conozco en todo su esplendor, siempre queda algo por descubrir. Menos mal, París es París.
 
La Samotracia en el Louvre, es otro cantar.
 
Siempre he tenido la sensación que esta en una pista de despegue esperando un buen viento para hinchar las alas y volar, por eso cuando leí la noticia en Le Figaro, ese domingo lluvioso, no me extraño. Sabía que alguna vez algo así iba a pasar o fantaseaba con ello.

La primera vez que la vi, apoyada en el descanso de esa escalera de cuatro tramos, majestuosa, como dando la bienvenida a todo ser viviente que entrara por esos peldaños, me enamoró. Aunque tengo que reconocer, que  ha sido mi estatua preferida de la antigüedad, ya desde pequeña le tenia cariño cuando veía una foto de ella.

Por el  descanso que es su morada,  suben la mayoría de los visitantes al edificio, por ahí se va a la sección de pintura, no es de extrañar que la dirección decidiera ponerla ahí, a una de las esculturas más conocidas por el publico y mas significativa en la historia del arte.
Pero el turista normal, ¿sabia su historia? ¿Se daba cuenta que estaba atrapada en su propia fama? ¿Qué quería volver a ser libre?

Con solo verla una vez,  me di cuenta que se sentía enjaulada algo parecido a un gran escaparate sin cristales, pero como si los tuviera.

Ella, la que había precedido la quilla de un barco Helénico, surcando ese mar azul profundo que es el Egeo, donde el viento acariciaba sus alas casi extendidas y plegaba sus ropajes aun más con la erosión, que los cincelados por las manos del escultor creador.

¿En que tormenta sello su destino?, perdiéndose por los siglos en las profundidades oscuras del mar hasta que unos cazadores de tesoros la encontraran y pusieran en su jaula de cristal imaginaria que era el museo.

Ahora los turistas pasaban, se sacaban fotos con ella, la tocaban pero ¿la entendían? ¿Comprendían que  quería escapar?

“Cuando los guardas del museo entraron ese fin de semana a abrir las salas, se dieron cuenta que la estatua ya no estaba, que había desaparecido. Dos ventanas de la parte superior del gran espacio de la escalera estaban abiertas...”

Yo sonreí al terminar de leer la noticia, cerré el diario y termine el café. Ya no quería leer más, de las sospechas de la policía sobre los autores del robo, si había o no testigos.

Para mí, al fin la Victoria alada era libre, al fin era feliz.

sábado, noviembre 19, 2011

La ciudad Flotante (cap. 37, 38 y FIn)

Por Julio Verne

CAPÍTULO XXXVII




El Niágara no es un río, ni siquiera un riachuelo. Es una sangría natural de desagüe, un canal de 36 millas de largo, que vierte en el lago Ontario las aguas de los lagos Superior, de Michigan, del Hurón y del Erie. La diferencia de nivel entre este último y el Ontario, repartida con uniformi¬dad de pendiente en todo el trayecto, no hubiera podido for¬mar ni un rápido, pero sólo las caídas absorben su mitad; de esto procede su fuerza.

Este curso de agua separa los Estados Unidos del Cana¬dá. La orilla izquierda es americana, pero la derecha es in¬glesa. A un lado, policemen; al otro, ni su sombra.

El día 12 de abril, al amanecer, Pitferge y yo bajábamos por las anchas calles de Niágara Falls, pueblo formado al lado de las cascadas, a 300 millas de Albany, especie de pe¬queña ciudad «de aguas» edificada en lugar pintoresco, con buenas fondas y agradables casas de campo que los yanquis y canadienses habitan en la buena estación. El tiempo era hermoso; brillaba el sol en un cielo que respiraba frío. Oíanse lejanos mugidos. En el horizonte se distinguían vapores que no debían ser nubes.

¿Es la catarata? pregunté a Pitferge.

¡Paciencia! contestó.

Pronto llegamos a orillas del Niágara. Las aguas del río, transparentes y poco profundas, corrían tranquilas; por algu¬nos puntos asomaban puntas de rocas negruzcas. Los mugi¬dos se hacían más y más fuertes, pero aún no veíamos la ca¬tarata. Un puente de maderos que descansaban en arcos de hierro, unía la orilla izquierda con una isla situada en el centro del río. El doctor me condujo a él. Agua arriba se extendía el río hasta perderse de vista, agua abajo, es decir, a nuestra derecha, se conocía el primer desnivel de un rá¬pido; más allá, a media milla del puente, desaparecía el te¬rreno por completo, hallándose el aire lleno de nubes de agua en polvo. Aquello era el salto americano. Más lejos se pin¬taba un paisaje tranquilo, algunas colinas, casas de campo, árboles secos, es decir, la orilla canadiense.

¡No miréis! ¡No miréis! me gritaba el doctor . ¡Re¬servaos! ¡Cerrad los ojos y no los abráis hasta que yo os avise!

Pero yo no hacía caso de aquel tipo original, y miraba. Pasado el puente, pisamos la isla. Era Goat Island, la isla de la Cabra, un trozo de 70 fanegas, cubierto de árboles, surca¬do por soberbias calles de árboles, por donde pueden circu¬lar carruajes, arrojados como un ramillete, entre los dos sal¬tos de agua, americano y canadiense, separados por una dis-tancia de 300 yardas. Corríamos por debajo de aquellos grandes árboles, trepando las pendientes y dejándonos resba¬lar para descender. Redoblaba el estruendo de las aguas; nubes gigantescas de húmedos vapores rodaban por el es¬pacio.

¡Mirad! exclamó el doctor.

Al salir de un bosquecillo, el Niágara acababa de apare¬cer ante nuestros ojos en todo su esplendor. En aquel punto formaba un recodo brusco, y redondeándose para formar el salto canadiense, el horse shoe fall, herradura, caía desde una altura de 158 pies, con una anchura de dos millas.

La Naturaleza, en aquel lugar, uno de los más hermo¬sos del mundo, lo ha combatido todo para encantar la vista. El recodo del Niágara favorece singularmente los efectos de luz y sombra. El sol, hiriendo aquellas aguas bajo todos los ángulos, diversifica caprichosamente sus colores; de fijo, quien no haya visto aquel efecto, no lo admitirá sin dificul¬tad. En efecto, cerca de Goat Island, la espuma es blanca, es nieve inmaculada, es una corriente de plata líquida que se precipita en el vacío. En el centro de la catarata, las aguas tienen un admirable color verde, que revela cuán gruesa es allí la capa de agua; así el buque Detroit, que calaba veinte pies, pudo bajar la catarata sin tocar. Al contrario, hacia la orilla canadiense, los torbellinos, como metalizados bajo los rayos luminosos, resplandecían, como si fueran de oro derre¬tido que se precipitara al abismo. Debajo, el río es invisible. Los vapores revolotean en espeso torbellino. Vi, sin embargo, enormes carámbanos acumulados por los fríos del invierno, que afectan formas de monstruos que, con sus bocas abier¬tas, absorben en cada hora los cien millones de toneladas que derrama en ellas el inagotable Niágara. Media milla agua arriba de la catarata, el río corre pacífico, presentando una superficie sólida que las primeras brisas de.abril aún no logran derretir.

¡Ahora al centro del torrente! me dijo el doctor.

¿Qué quería decir? Yo no le entendía, pero me señaló una torre edificada sobre un peñasco, a algunos centenares de pies de la orilla, al borde mismo del precipicio. Aquel «audaz» monumento, levantado en 1833 por un tal Judge Porter, se llama «Terrapintower».

Descendimos por las rampas laterales del Goat Island. Al llegar a la altura del curso superior del Niágara, vi un puente, formado por algunas tablas echadas sobre puntas de peñas, que unían la torre a la orilla. Aquel puente costeaba el abismo, a algunos pasos sólo de distancia. El torrente mugía por debajo. Nos aventuramos sobre aquellos maderos, y al cabo de algunos instantes, llegamos a la principal roca de las que soportan el «Terrapintower». Aquella torre redonda, de 45 pies de altura, es de piedra. En lo más alto de ella se desarrolla un balcón circular, rodeando un tejado cubierto de estuco rojizo. La escalera de caracol es de madera. En sus escalones están escritos millares de nom¬bres. El que llega a lo alto de la torre, se agarra a la baran¬dilla del balcón, y mira.

La torre está en plena catarata. Desde su cumbre, las miradas penetran en el abismo, hundiéndose hasta la gar¬ganta de aquellos monstruos que beben el torrente. Se siente cómo tiembla la roca que sostiene la torre. En torno de ella se descubren desmoronamientos espantosos, como si el lecho del río cediera. No se oye hablar. De aquellos remolinos de agua, salen truenos. Las líneas líquidas humean y silban, como saetas. La espuma llega a lo alto del monumento. El agua pulverizada se eleva por los aires, formando un espléndido arco iris.

Por un simple efecto de óptica, parece que la torre se mueve con terrible velocidad, pero retrocediendo, afortuna¬damente, porque, si la ilusión fuese al contrario, el vértigo sería irresistible, nadie podría mirar aquel abismo.

Jadeantes, fatigados, entramos un momento al piso alto de la torre. Allí, el doctor creyó oportuno decirme:

Este Terrapintower, amigo mío, caerá algún día al abismo; tal vez mucho antes de lo que se cree.

¿De veras?

Es indudable. El gran salto canadiense retrocede, in¬sensiblemente, pero retrocede. En 1833, cuando se cons¬truyó la torre, distaba de la catarata mucho más que hoy. Los geólogos sostienen que hace 35.000 años, la catarata estaba en Queenstown, siete millas aguas arriba de la po¬sición que hoy ocupa. Según mister Bakewell, retrocede un metro por año; según sir Charles Lyell, un pie nada más. Llegará, pues, un momento en que la peña que sos¬tiene la torre, corroída por las aguas, se deslizará por las pendientes de la catarata. Pues bien, acordaos. El día en que el Terrapintower vaya a parar al abismo, habrá dentro de la torre algunos excéntricos que se bañarán en el Niá¬gara con ella.

Miré al doctor, como preguntándole si sería alguno de aquellos excéntricos; pero me indicó que le siguiera, y volvimos a contemplar el horse shoe fall y el paisaje que le rodea. Distínguese desde allí, un poco encorvado, el salto americano, separado por la punta de la isla, en que se forma también una pequeña catarata central, de 100 pies de anchura. El salto americano, igualmente admirable, es recto y no sinuoso, y su altura es de 164 pies. Pero, para poderlo ver en todo su desarrollo, es preciso colocarse enfrente de ella, en la orilla canadiense.

Durante todo el día, vagamos por las márgenes del Niá¬gara, irresistiblemente atraídos por aquella torre en donde los mugidos de las aguas, la niebla de los vapores, el juego de los rayos solares, la embriaguez y los perfumes de la ca¬tarata, mantienen al espectador en perpetuo éxtasis. Des¬pués regresamos a Goat Island para examinar la gran cas¬cada desde todos los puntos de vista, sin cansarnos nunca de verla. El doctor hubiera querido llevarme a la Gruta de los Vientos, ahuecada detrás de la catarata central y a la cual se llega por una escalera practicada en la punta de la isla, pero en aquella temporada, estaba prohibido acercarse a ella, a causa de los frecuentes hundimientos que se producían, desde hacía algún tiempo, en aquellas peñas quebradizas.

A las cinco estábamos de vuelta en Cataract House. Des¬pués de comer rápidamente, fuimos otra vez a Goat Island. El doctor quiso volver a ver las Tres Hermanas, deliciosos islotes situados a lo último de la isla. Llegada la noche, me llevó de nuevo al tembloroso penasco de Terrapintower.

El sol se había puesto tras las sombrías colinas. Los últimos resplandores del día habían desaparecido. La luna brillaba en todo su esplendor. La sombra de la torre se proyectaba, alargándose sobre el abismo. Aguas arriba, las aguas tranquilas se deslizaban bajo la ligera bruma. La orilla canadiense, y sumida en tinieblas, contrastaba con las masas más iluminadas del Coast Island y del pueblo Niágara Falls. Bajo nuestros pies, el antro, aumentado por la penumbra, parecía un abismo infinito, en el cual mugía la formidable catarata. ¡Qué impresión! ¡Qué artista podrá reproducirla, con la pluma o el pincel! Una luz movediza apareció en el horizonte... Era el farol de un tren que pasaba por el puente del Niágara, colgado a dos millas de nosotros. Permanecimos así hasta la medianoche, mudos, inmóviles, en lo alto de aquella torre, irresistiblemente inclinados sobre el torrente que nos fascinaba. Finalmente, así que los rayos de la luna hirieron, según cierto ángulo, el polvo líquido, distinguí una faja láctea, una cinta diáfa¬na que temblaba en la sombra. Era un arco iris lunar, una pálida irradiación del astro de la noche, cuyo tibio res¬plandor se descomponía al atravesar las brumas de la catarata.





CAPÍTULO XXXVIII



El programa del doctor marcaba, para el día siguiente, 13 de abril, una visita a la orilla canadiense. Un paseo. Bas¬taba leguir las alturas que foitnan la derecha del Niagara por espacio de dos millas, para llegar al puente colgante. Salimos a las siete de la mañana. Desde el sendero sinuoso que costea la orilla derecha, se distinguían las aguas tran¬quilas del río, que ya se había repuesto de los remolinos de su caída.

A las siete y media llegamos a Suspension Bridge. Es el único puente que conduce al Great Western y al New York Central Railroad, el único que da entrada al Canadá en los confines del Estado de Nueva York. Está formado por dos tableros; por el superior pasan los trenes y por el inferior, situado a 23 metros por debajo del primero, pasan los carruajes ordinarios y los peatones. La imagina¬ción se niega a seguir en su atrevido trabajo al ingeniero John A. Roebling, de Trendon (Nueva Jersey), que se de¬terminó a construir un viaducto en tales condiciones: un puente colgante que da paso a trenes de ferrocarril, si-tuado a 250 pies sobre el Niágara, transformado de nuevo en rápido. El Suspension Bridge tiene 800 pies de largo y 24 de ancho. Tirantes de hierro, sujetos en las orillas, le preservan del balanceo. Los cables que lo sostienen, for¬mado cada uno por 4.000 alambres, tienen diez pulgadas de diámetro y pueden soportar un peso de 12.400 toneladas. Inaugurado en 1855, costó 500.000 dólares. Cuando llegá¬bamos a la mitad del puente, pasó un tren sobre nuestras cabezas, sentimos cómo el tablero se hundía más de un metro bajo nuestros pies.

Un poco aguas abajo de este puente está el sitio por donde Blondin pasó el Niágara, por una cuerda tirante, de orilla a orilla; no lo atravesó, pues, por encima de las cataratas. Pero no por eso era la empresa menos arriesga¬da. Pero si mister Blondin nos asombra por su audacia, ¿no debe admirarnos más el amigo que, montado en su espalda le acompañaba en aquel paseo aéreo?

Debía ser un glotón dijo el doctor , porque Blon¬din hacía las tortillas admirablemente, sobre su cuerda tirante.

Estábamos ya en la orilla canadiense; subimos por la orilla izquierda del Niágara, para ver las cascadas bajo otro aspecto.

Media hora después, entrábamos en una fonda inglesa, donde el doctor hizo servir un desayuno conveniente. Re¬corrí el libro de los viajeros, en el cual figuran multitud de nombres. Entre ellos estaban los siguientes: Roberto Peel, lady Franklin, conde de Paris, principe de Joinville, Luis Napole6n (1846), Barnum, Mauricio Sand (1865), Agas¬sis (1854), Almonte, principe Hohenlohe, Rothschild, lady Engin, Burkardt (1862), etc...

Terminado el almuerzo, el doctor dijo:

¡Ahora vamos a ver las cataratas por debajo!

Le seguí. Un negro nos condujo a un vestuario donde nos dio un pantalón y una esclavina impermeables y un soinbrero de hule. Así vestidos, el negro nos guió por un sendero resbaladizo, surcado por desagües ferrugino¬sos, obstruidos en muchos puntos por piedras negras con afiladas aristas, hasta que llegamos al nivel inferior del Niágara. Pasamos después, por entre vapores de agua pul¬verizada, a colocarnos debajo de la gran catarata, que caía por delante de nosotros como el telón de un teatro por delante de los actores. ¡Pero qué teatro! ¡Qué co¬rrientes tan impetuosas formaban las capas de aire, vio-lentamente desalojadas! Mojados, ciegos, ensordecidos, no podíamos vernos ni oírnos, en aquella caverna tan her¬méticamente cerrada por las láminas líquidas de la cata¬rata, como si la Naturaleza la hubiera cubierto con un muro de granito.

A las nueve, habíamos regresado ya a la fonda, donde abandonamos nuestros mojados ropajes. Vuelto a la orilla, lancé un grito de sorpresa y de alegría.

¡Corsican!

El capitán me oyó y se acercó a mí.

¡Vos aquí! exclamó . ¡Qué alegría!

¿Y Fabián? ¿Y Elena? pregunté, mientras nos es¬trechábamos las manos.

Ahí están, todo lo bien que es posible. Fabián lleno de esperanza, y Elena recobrando poco a poco la razón.

Pero ¿cómo os encuentro en el Niágara?

El Niágara respondió Corsican es el punto de cita veraniega de los ingleses y los americanos. Aquí se respira; aquí, ante el sublime espectáculo de las cataratas, se recobra la salud. Este hermoso paisaje impresionó a Elena, y por eso hicimos alto aquí, en la margen del Niá¬gara. Mirad esa casa de campo, Clifton House, en medio de los árboles, a media ladera. En ella vivimos, en familia, con la hermana de Fabián, que se ha consagrado a nuestra pobre amiga.

- Ha reconocido Elena a Fabián?

No, aún no respondió el capitán . Sabéis, sin em¬bargo, que, en el momento de caer Harry Drake herido mortalmente, Elena tuvo un instante de lucidez. Su razón se abrió paso al través de las tinieblas que la envolvían. Pero aquella lucidez desaparecio pronto. No obstante, des¬de que se halla en medio de este aire puro, en este medio tranquilo, el doctor ha notado una mejoría sensible en el estado de Elena. Está serena, su sueño no es inquieto, en sus ojos se ve como un esfuerzo para recobrar algo, de lo pasado o del porvenir.

¡Ah, querido amigo! le dije . La curaréis. Pero ¿dónde están Fabián y su prometida?

¡Mirad! dijo Corsican, extendiendo el brazo hacia el Niágara.

En la dirección indicada, distinguí a Fabián, que aún no nos había visto. Estaba en pie sobre una roca, sin separar su mirada de Elena, que estaba sentada a algunos pasos de él. Aquel sitio de la orilla derecha se llama «Table Rock». Es una especie de promontorio peñascoso, volado sobre el río que muge a doscientos pies por debajo. En otro tiem¬po, la superficie volada era mayor. Pero derrumbamien¬tos sucesivos de enormes trozos de piedra han reducido su superficie a algunos metros cuadrados.

Élena contemplaba la Naturaleza, sumida en mudo éx¬tasis. Desde aquel sitio, el aspecto de los saltos de agua es motsu lime, dicen los guías, y tienen razón. Es una vista de conjunto de ambas cataratas: a la derecha se ve la canadiense, cuya cresta, coronada de vapores, cierra por este lado el paisaje como un horizonte de mar; enfrente se ve el salto americano, y encima el elegante pueblo de Niágara Falls, medio perdido entre los árboles, y toda la perspectiva del río, que se esconde entre sus elevadas ori¬llas; debajo, el torrente que lucha con los témpanos des¬prendidos.

No quise distraer a Fabián. Corsican, el doctor y yo nos habíamos acercado a Table Rock. Elena conservaba la inmovilidad de una estatua. ¿Qué impresión dejaba aquella escena en su espíritu? ¿Renacía, poco a poco, su razón, bajo la influencia de aquel grandioso espectáculo? Vi que, de pronto, Fabián dio un paso hacia ella. Elena, levantándose bruscamente, había avanzado hacia el abis¬mo, tendiendo al antro sus brazos, pero, de repente, se había detenido, pasando la mano por su frente como si quisiera borrar de ella alguna imagen. Fabián, pálido como un cadáver, pero sereno, se había colocado de un salto entre Elena y el precipicio. Elena había sacudido su rubia cabellera; su cuerpo encantador se estremecía. ¿Veía a Fabián? No. Parecía una muerta que volvía a la vida y que trataba de reconocer la existencia en tomo suyo.

Corsican y yo no nos atrevíamos a dar un paso; sin embargo, tan cerca de Fabián y Elena estaba el antro, que temíamos un desastre. Pero el doctor Pitferge nos contuvo:

Dejad a Fabián dijo ; dejadle hacer.

Oíanse los sollozos que brotaban del pecho de la joven. De sus labios brotaron palabras inarticuladas. Parecía que trataba de hablar y no podía. Por fin, oímos estas palabras:

¡Dios mío! ¡Dios todopoderoso! ¿Dónde estoy?

Entonces tuvo conciencia de que había alguien junto a ella, y volviéndose a medias, apareció a nosotros transfor¬mada; una expresión nueva vivía en sus ojos. Fabián, tem-bloroso, permanecía delante de ella, mudo, con los brazos abiertos.

¡Fabián! ¡Fabián! exclamó por fin Elena.

Fabián la recibió en sus brazos, en los cuales cayó ina¬nimada. El joven lanzó un grito desgarrador, pues creía muerta a su prometida. Pero el doctor intervino.

Tranquilizaos dijo a Fabián ; esta crisis la salvará.

Elena fue transportada a Clifton House, y depositada en su lecho, donde, pasado el desmayo, quedó sumida en plácido sueño.

Fabián, animado por el doctor y lleno de esperanza (¡Elena le había reconocido!) se acercó a nosotros.

¡La salvaremos! me dijo . ¡La salvaremos! Todo los días espero la resurrección de su alma. Hoy,, mañana tal vez, ¡mi Elena me será devuelta! ¡Ah! ¡Cielo clemente! ¡Bendito seas! Permaneceremos aquí cuanto tiempo sea preciso por ella. ¿No es verdad, Arquibaldo?

El capitán apretó con efusión a Fabián contra su pecho. Fabián se volvió hacia mí y al doctor. Nos prodigó sus muestras de cariño. Nos envolvía en su esperanza. ¡Y ja¬más estuvo mejor fundada! La curación de Elena estaba próxima...

Pero forzoso era para nosotros partir. Apenas nos que¬daba una hora para llegar a Niágara Falls. En el momento que nos separamos de tan queridos amigos, Elena dormía aún. Fabián nos abrazó. Corsican nos ofreció darnos, por telegrama, noticias de Elena, y a las doce habíamos salido de Clifton House.





CAPÍTULO XXXIX



Algunos instantes después, bajábamos por una cuesta muy larga de la orilla canadiense, que nos condujo a la orilla del río, casi enteramente obstruido por los hielos. Una barca nos esperaba para llevarnos «a América». Un viajero, ingeniero de Kentucky, que reveló al doctor su nombre y profesión, estaba ya embarcado. Nos sentamos junto a él sin perder momento; ya separando los témpa¬nos, ya rompiéndolos, la barca llegó al medio del río, don¬de tenía el paso más expedito. Desde allí dirigimos la última mirada a la admirable catarata del Niágara. Nuestro compañero la examinaba atentamente.

¡Qué hermosa es! le dije . ¡Es admirable!

Sí me respondió ; pero ¡cuánta fuerza motriz des¬perdiciada! ¿Qué molino podría poner en movimiento, con semejante salto de agua?

Jamás he experimentado más feroz deseo de echar un ingeniero al agua.

En la otra orilla un pequeño ferrocarril, casi vertical, movido por un canal desviado de la catarata americana, nos llevó a la altura, en pocos segundos. A la una y media tomábamos el expreso que, a las dos y cuarto, nos dejaba en Buffalo. Después de visitar esta reciente y hermosa ciu¬dad, después de haber probado el agua del lago Erie, to¬mamos el ferrocarril central, a las seis de la tarde. Al otro día, llegamos a Albany, y el ferrocarril del Hudson que corre a flor de agua a lo largo de la orilla, nos dejaba en Nueva York, a las pocas horas.

Empleé el día siguiente en recorrer, acompañado del infatigable doctor, la ciudad, el río del Este y Brooklyn Llegada la noche, me despedí del buen doctor con verda¬dera pena, pues comprendía que dejaba en él un verdadero amigo.

El martes, 16 de abril, era el día marcado para la salida del Great Eastern; a las once me personé en el embar¬cadero número 37, donde el ténder, ya con muchos pasa¬jeros a su bordo, me esperaba. ¡Me embarqué! En el mo¬mento en que el ténder iba a desatracar sentí que me co¬gían por el brazo. Me sorprendió agradablemente ver que era el doctor Pitferge.

¡Vos! exclamé . ¿Regresáis a Europa?

Sí, mi querido amigo.

En el Great Eastern.

Sí me dijo sonriendo . He reflexionado y parto. Pensadlo bien: este será tal vez el último viaje del Great¬-Eastern, el viaje del cual no se vuelve.

La campana iba a tocar para la salida, cuando uno de los camareros del «Fifth Avenue Hotel», corriendo a todo correr, me entregó un telegrama de Niágara Falls. «Elena ha resucitado. Ha recobrado la razón por completo. El doc¬tor responde de ella.» Así me decía el capitán Corsican.

Comuniqué tan grata nueva al doctor Pitferge.

¡Responde de ella! ¡Responde de ella! replicó gru¬ñendo mi compañero de viaje . Yo también respondo. Pero ¿qué prueba eso? ¡Quien respondiera de mí, de vos, de to¬dos nosotros, amigos míos, tal vez se equivocara!

Doce días después, llegamos a Brest, y al día siguiente a París. La travesía de regreso se había hecho sin accidente, con gran sentimiento de Pitferge, que esperaba siempre su naufragio.

Al hallarine sentado delante de mi mesa, si no hubiera tenido a la vista estos apuntes de cada día, el Great¬-Eastern, la ciudad flotante que había habitado por espacio de un mes, el encuentro de Elena y Fabián, el incomparable Niágara, todo me hubiera parecido un sueño. ¡Ah, cuán hermosos son los viajes «hasta cuando se vuelve de ellos», diga el doctor lo que quiera!

Por espacio de ocho meses, permanecí sin oír hablar de aquel tipo original. Pero un día, el correo me trajo una carta de timbres multicolores, que empezaba con estas pa¬labras:

«A bordo del Cornogny, arrecifes de Aukland. Por fin hemos naufragado ... »

Y terminaba con éstas:

«¡Qué bien me encuentro! Vuestro de todo corazón

Dean Pitferge.»



sábado, noviembre 12, 2011

La ciudad Flotante (cap. 34,35 y 36)

Por Julio Verne

CAPÍTULO XXXIV




Al otro día, martes 9 de abril, a las once de la mañana, el Great Eastern levaba anclas y aparejaba para entrar en el Hudson. El práctico maniobraba con incomparable golpe de vista. La tempestad se había disipado durante la noche. Las últimas nubes desaparecían en el extremo hori¬zonte. El mar estaba animado por una escuadrilla de goletas, que se dirigían a la costa.

A las once y media llegó la Sanidad. Era un barco peque¬ño de vapor, que llevaba a su bordo la comisión sanitaria de Nueva York. Provisto de un balancín que subía y bajaba, su velocidad era grande; aquel buque me dio la muestra de los pequeños ténders americanos, todos del mismo modelo. Unos veinte de ellos nos rodearon muy pronto.

No tardamos en pasar más allá del Light Boat, faro flo¬tante que marca los pasos del Hudson. Pasamos rozando la punta de Sandy Hook, lengua arenosa terminada por un paso; algunos grupos de espectadores nos aclamaron desde dicha punta.

Así que el Great Eastern hubo costeado la bahía interior formada por la punta de Sandy Hook, en medio de una es¬cuadrilla de pescadores, distinguí las florecientes y verdes alturas de Nueva Jersey, los enormes fuertes de la bahía, y luego la línea baja de la gran ciudad, que se prolonga entre el Hudson y el río del Este, como Lyon entre el Saona y el Ródano.

A la una, después de pasar a lo largo de los muelles de Nueva York, el Great Eastern fondeaba en el Hudson, aga¬rrando las uñas de sus anclas los cables telegráficos del río, que estuvo a punto de romper, más adelante, al levarlas.

Empezó entonces el desembarco de todos aquellos compa¬ñeros de viaje, de todos aquellos compatriotas de una trave¬sía, que ya no debía volver a encontrar: los californianos, los mormones, los sudistas, los dos novios... Esperé a Fabián. Esperé a Corsican.

El capitán Anderson supo, por mi, los pormenores del desafío efectuado a bordo. Los médicos extendieron su cer¬tificado. No teniendo la justicia nada que ver en la muerte de Harry Drake, se habían dado las órdenes oportunas para que los últimos deberes para con él se llevaran a cabo en tierra.

En aquel instante el estadista Cokburu, que no me ha¬bía hablado en todo el viaje, se acercó a mí y me dijo:

¿Sabéis cuántas vueltas han dado las ruedas durante la travesía?

No le respondí.

¡Cien mil setecientas veintitrés!

¿Qué me contáis? ¿Y la hélice?

¡Seiscientas ocho mil ciento treinta!

Muchas gracias.

Y el estadista se alejó sin decirme adiós.

Fabián y Corsican se reunieron conmigo. El primero me estrechó la mano con efusión.

¡Elena me dijo , Elena recobrará la razón! ¡Ha te¬nido un momento de lucidez! ¡Ah! ¡Dios es justo! ¡Le devol¬verá el juicio por completo!

Al hablar así, Fabián sonreía al porvenir. En cuanto a Corsican, me abrazó sin ceremonias, pero con rudeza.

Hasta la vista me gritó al tomar puesto en el ténder en que se hallaban Fabián y Elena, bajo la custodia de la hermana del capitán Macelwin, que había salido a recibirle.

El ténder se alejó, llevando aquel primer grupo de pasa¬jeros al desembarcadero de la Aduana.

Le miré alejarse. Al ver a Elena entre Fabián y su herma¬na, no me quedó duda de que el amor, los cariñosos cuida¬dos, llegarían a conseguir que aquella pobre alma extraviada por el dolor recobrara su modo natural de ser.

De pronto recibí un abrazo. Me lo daba el doctor Pit¬ferge.

¿Qué vais a hacer? me dijo.

Puesto que el Great Eastern no parte hasta dentro de ciento noventa y dos horas, y debo volver a embarcarme en él, tengo ocho días que pasar en América. Esos ocho días, bien aprovechados, bastan para ver Nueva York, el Hudson, el valle del Mohawk, el lago Erie, el Niágara y todo ese país cantado por Cooper.

¡Ah! ¡Vais al Niágara! gritó Pitferge . A fe mía no me desagradará verlo otra vez, y si mi proposición no os pareciera indiscreta...

Las ocurrencias del doctor me hacían mucha gracia. Me interesaba. Era un guía ya encontrado y de mucha instruc¬ción.

Tocad estos cinco le dije.

A las tres, después de haber remontado el Broadway, a bordo del ténder, nos alojamos en dos habitaciones del «Fifth Avenue Hotel».





CAPÍTULO XXXV



¡Ibamos a pasar ocho días en América! El Great Eastern debía zarpar el 16 de abril, y el día 9, a las tres de la tarde, había puesto mi planta en el suelo de la Unión. ¡Ocho días! Hay turistas frenéticos, «viajeros exprés», a quienes hubieran bastado para visitar a toda América. Yo no abrigaba tamafia pretensión, ni siquiera la de visitar Nueva York detenidamente para escribir, después de tan extrarrápido examen, un libro sobre las costumbres y el carácter de los americanos. Pero la constitución y el aspecto físico de Nueva York están pronto vistos. No ofrece mayor variedad que un tablero de damas. Calles que se cortan perpendicularmente, llamadas «avenidas» si son longitudinales y «streets» si son transversales; estas diversas vías de comunicación están nu¬meradas correlativamente, sistema muy práctico, pero muy monótono; ómnibus americanos recorriendo todas las aveni¬das. Visto un barrio está vista toda la ciudad, a excepción del laberinto de callejuelas que constituyen la parte sur de la ciudad, donde se apiña la población mercantil. Nueva York es una lengua de tierra, y toda su actividad está concentrada en la punta de esta «lengua» A un lado se desarrolla el Hud¬son y al otro el río del Este; ambos ríos son dos brazos de mar, surcados por buques, y cuyos ferry boats unen la ciu¬dad, a la derecha con Brooklyn, a la izquierda con las már¬genes de Nueva Jersey. Una sola arteria corta oblicuamente la simétrica aglomeración de los barrios de Nueva York, llevando a ellos la vida. Es el antiguo Broadway, el Strand de Londres, el bulevar Montmartre de París; casi impracticable en su parte baja, donde afluye la multitud, y casi desierto en su parte elevada, una calle en que se codean los casuchos y los palacios de mármol; un verdadero río de coches de al¬quiler, de ómnibus, de caballos, de mozos de cuerda, con aceras por orillas, y sobre el cual ha sido preciso echar puentes para dejar paso a los peatones. Broadway es Nue¬va York, y por allí paseamos el doctor Pitferge y yo, hasta que se hizo de noche.

Después de haber comido en «Fifth Avenue Hotel», donde nos sirvieron manjares liliputienses en platos de muñecas, fui a ciar término al día en el teatro de Barnum. Se representaba un drama que atraía a la multitud: New York Streets. En el cuarto acto figuraba un incendio y una bomba de vapor ser¬vida por verdaderos bomberos. Esto producía «Great atrac¬tion».

Al día siguiente, por la mañana, dejé al doctor dedicarse a sus asuntos. Debíamos encontrarnos en la fonda a las dos. Fui al correo, Liberty Street, 51, a recoger las cartas que me esperaban, y después a Rowlingen Green, 2, a lo último del Broadway, a ver al cónsul de Francia, Mister Gauldrée Boi¬kein, que me acogió muy bien; luego a la casa de Hoffmann, donde cobré una letra, y por último, a casa de la hermana de Fabián, mistress R..., cuyas señas me habían dejado, Calle 36, número 25. Allí adquirí noticias de Elena y mis amigos. Si¬guiendo el consejo de los médicos, Corsican, Fabián y la her¬mana de éste habían salido de Nueva York, llevando consigo a la pobre Elena, a quien los aires y la tranquilidad del campo no podían dejar de ser favorables. Una carta de Corsican me anunciaba la repentina marcha. El valiente ca¬pitán había ido a buscarme al «Fifth Avenue Hotel», pero no me había encontrado. ¿A dónde irían al salir de Nueva York? No lo sabían. Al primer sitio que impresionara a Elena, y pensaban permanecer en él mientras durara el encanto. Cor¬sican se comprometía a tenerme al corriente, y esperaba que yo no partiera sin haber vuelto a abrazarlos a todos por última vez. Indudablemente, aunque sólo fuera por algunas horas, sería para mí una gran dicha hallarme junto a Fabián, Elena y Corsican. Pero ausentes ellos y alejado yo, no debía pensar en veros.

A las dos me encontraba de regreso en la fonda, donde encontré a Pitferge en el room, lugar lleno de gente como una Bolsa o un mercado, verdadera sala pública donde se mezclan los paseantes y los viajeros, y donde todo el que llega encuentra, gratis, agua de nieve, galleta y chester.

¿Cuándo partimos, doctor? le dije.

Esta tarde, a las seis.

¿Tomamos el railroad del Hudson?

No, el Saint John, un barco maravilloso, un mundo nuevo, un Great Eastern de río, uno de esos admirables apa¬ratos de locomoción que revientan con la mayor facilidad. Hubiera preferido enseñaros el Hudson de día, pero el Saint¬-John sólo navega de noche. Mañana, al amanecer, estaremos en Albany; a las seis tomaremos el «New York Central», railroad, y por la noche cenaremos en Niágara Falls.

Acepté a ojos cerrados el programa. El aparato ascensor de la fonda, moviéndose por su rosca vertical, nos subió a nuestras habitaciones, y nos bajó, algunos momentos des¬pués, con nuestras maletas mochilas. Un coche de alquiler, de a 20 francos la carrera, nos condujo en un cuarto de hora al embarcadero del Hudson, delante del cual el Saint John ostentaba ya, por penacho, gruesos torbellinos de humo.





CAPÍTULO XXXVI



El Saint John y el Dear Richmond, su lemejante, eran los mejores buques del río. Eran edificios más que bar¬cos, con dos o tres pisos con terrazas, corredores y gale¬rías. Un barco de esta especie parece la habitación flotante de un plantador. El conjunto está dominado por una veinte¬na de botes empavesados y ligados entre sí por armaduras de hierro, que consolidan el conjunto de la construcción. Los dos enormes tambores están pintados al fresco, como los tímpanos de la iglesia de san Marcos de Venecia. Detrás de cada rueda se alza la chimenea de las dos calderas, que se hallan colocadas exteriormente y no en los flancos del vapor, precaución útil en el caso de una explosión. Entre los dos tambores se mueve el mecanismo, de extremada sencillez: un cilindro con su émbolo, que mueve un largo balancín, que sube y baja como un enorme martillo de fragua y una sola biela que comunica el movimiento al árbol de las macizas ruedas.

La cubierta del Saint John estaba ya atestada de viajeros. El doctor y yo tomamos posesión de un camarote que comu¬nicaba con un salón inmediato, especie de galería de Diana, cuya redondeada bóveda descansaba en una columnata corintia. Por todas partes comodidad y lujo: tapices, alfombras, divanes, objetos de arte, pinturas, espejos y luces de gas, fabricado a bordo, en un pequeño gasómetro.

En aquel momento, la colosal máquina se estremeció. Em¬prendíamos la marcha. Subí a las terrazas superiores. En la proa había una casa brillantemente pintada: era la cámara de los timoneles. Cuatro hombres vigorosos estaban junto a los radios de la doble rueda del gobernalle. Después de un paseo de algunos minutos, bajé a cubierta entre las calderas ya rojas, de donde se escapaban pequeñas llamas azules, al impulso del aire que despedían los ventiladores. Del Hudson, no me era posible ver nada. La niebla que avanzaba con la noche, «podía cortarse con cuchillo». El Saint John se hin¬chaba en la sombra como un formidable mastodonte. Apenas se distinguían las lucecillas de los pueblos situados a orillas del do y los faroles de los barcos de vapor que remontaban las oscuras aguas, dando terribles silbidos.

A las ocho, entré en el salón. El doctor me llevó a cenar a una magnífica fonda instalada en el entrepuente y servida por un ejército de criados negros. Dean Pitferge me hizo saber que el número de viajeros pasaba de 4.000, entre los cuales se contaban 1.500 emigrantes, alojados en la parte baja del barco. Terminada la cena, fuimos a acostarnos a nuestro cómodo camarote.

A las once, me despertó un especie de choque. El barco se había parado, pues el capitán no, se atrevía a navegar al través de tan densas tinieblas. Anclado en el canal, el enorme buque se durmió tranquilamente sobre sus anclas.

El Saint John prosiguió su marcha a las cuatro de la mañana. Me levanté y fui a la galería de proa. La lluvia había cesado; las nubes se elevaban; aparecieron las aguas del río y después las orillas; la derecha accidentada, cubierta de ár¬boles verdes y de arbustos que le daban el aspecto de un largo cementerio; en último término, altas colinas limitaban el horizonte con una graciosa línea. Al contrario, en la: orilla izquierda sólo había terrenos llanós y fangosos. En el cauce núsmo del río, muchas goletas aparejaban para aprovechar la primera brisa, y los vapores remontaban la rápida co¬rriente del Hudson.

Pitferge había ido a buscarme a la galería.

Buenos días, compañero me dijo después de aspirar con fuerza el aire fresco ; sabed que esta maldita niebla ha modificado mi programa, pues no llegaremos a Albany a tiempo de tomar el primer tren.

Es lástima, doctor, porque no tenemos tiempo de sobra.

¡Bahi Todo se reduce a llegar por la noche a Niágara Falls, en vez de llegar por la tarde.

La modificación me desagradaba, pero forzoso era resig¬narse.

Efectivamente, el Saint John no quedó amarrado al mue¬lle de Albany antes de las ocho. El tren de la mañana ya había salido; teníamos que aguardar el tren de la una y cua¬renta. Podíamos, pues, visitar sosegadamente la curiosa ciu¬dad que forma el centro legislativo del Estado de Nueva York, la ciudad baja, comercial y populosa, establecida en la orilla derecha del Hudson, y la ciudad alta, con sus casas de ladrillo, sus establecimientos útiles y su famoso museo de fósiles. Parece que uno de los grandes barrios de Nueva York se ha trasladado a la ladera de aquella colina, sobre la cual se desarrolla en anfiteatro.

A la una, después de almorzar, estábamos en la estación, estación libre, sin vallas ni guardas. El tren paraba en medio de la calle, como un ómnibus. Se sube cuando se quiere a aquellos vagones sostenidos en la parte delantera y en la tra¬sera, por un sistema giratorio de cuatro ruedas. Los carruajes comunican entre sí por pasillos que permiten al viajero pa-sear de extremo a extremo del tren. A la hora marcada, sin que hubiéramos visto a ningún empleado, sin un toque de campana, sin aviso de ningún género, la jadeante locomotora nos arrastró con velocidad de 12 leguas por hora. No está¬bamos almacenados como en los coches de los ferrocarriles de Europa, sino que podíamos pasear, comprar libros y periódicos.

Las bibliotecas y los vendedores ambulantes marchan con el viajero. El tren volaba por entre campos sin barreras, bos¬ques en que se habían hecho cortas recientes, a riesgo de tro-pezar con troncos de árboles; ciudades nuevas con anchas calles surcadas por rails, pero que aún carecían de casas, ciudades cuyos nombres son los más poéticos de la historia antigua: Roma, Palmira, Siracusa. Todo el valle del Mo¬hawk, desfiló ante nuestros ojos; asi entablé conocimiento con el país que pertenece a Fenimore como el Sob Roy a Walter Scott. Brilló por un momento, en el horizonte, el lago Ontario, teatro de las escenas de la obra maestra de Cooper.

A las once de la noche pasamos al tren de Rochester, y atravesamos las rápidas corrientes de Tennesse, que huían en forma de cascadas, bajo los vagones. A las dos de la madru¬gada llegamos a Niágara Falls; el doctor me condujo a una fonda soberbia, llamada «Cataract House».

sábado, noviembre 05, 2011

La ciudad Flotante (cap. 30, 31 y 32)

Por Julio Verne

CAPÍTULO XXX

No era ya posible alejar el desenlace del drama. Sólo algunas horas nos separaban del momento en que los dos adversarios habían de encontrarse. ¿Por qué Harry Drake no esperaba que su enemigo y él hubieran desembarcado? ¿Aquel buque, fletado por una compañía francesa, le parecía un terreno más a propósito para aquel desafío, que debía ser a muerte? ¿O quería deshacerse de Fabián antes que éste hubiera pisado el territorio americano y sospechara la existencia a bordo, de Elena, que Drake debía suponer ig¬norada de todo el mundo? Esto último debía de ser.

Poco importa dijo Corsican . Cuanto antes mejor.

¿Os parece que suplique a Pitferge que asista al desa¬fío como médico?

Sí, me parece bien.

Corsican fue a ver a Fabián. La campana sonaba en aquel momento. ¿Qué significaba aquel toque inusitado? El timo¬nel me dijo que tocaba a muerto por el marinero. En efecto, iba a llevarse a cabo una triste ceremonia. El tiempo, hasta entonces tan hermoso, tendía a modificarse. Gruesas nubes subían pesadamente hacia el Sur.

Al oír la campana, los pasajeros acudieron en tumulto hacia estribor. Los tambores, los obenques, las pasarelas, las bordas y hasta las lanchas, colgadas de sus pescantes, se lle-naron de espectadores. Oficiales, marineros y fogoneros fran¬cos de servicio, se alinearon sobre cubierta.

A las dos apareció un grupo de marineros al extremo de la calle. Salía de la enfermería y pasó por delante de la má¬quina del gobernalle. El cuerpo del marinero, envuelto en un pedazo de lona cosido y fijo a una tabla, con una bala a los pies, iba en hombros de cuatro de sus companeros. El pabellón inglés cubría el cadáver. El grupo avanzó lentamen¬te por entre la concurrencia. Todos los asistentes se descu¬brieron.

Llegados más allá de la rueda de estribor, los que lleva¬ban el cadáver depositaron la tabla en el descansillo en que terminaba la escalera al llegar a la cubierta.

Delante de la fila de espectadores que ocupaban el tam¬bor, hallábanse el capitán Anderson y sus oficiales vestidos de gala. El capitán tenía en la mano un libro de oraciones. Se descubrió, y por espacio de algunos minutos, en medio de un silencio profundo, que ni la brisa turbaba, leyó con voz gra¬ve la oración de los difuntos. En aquella atmósfera pesada, tempestuosa, sin el más leve ruido, sin un soplo de aire, se oían distintamente todas sus palabras. Algunos pasajeros respondían en voz baja.

A una señal del capitán, el cadáver, levantado por los que lo habían llevado, se deslizó hacia el mar. Sobrenadó un instante, desapareciendo después en medio de un círculo de espuma.

En aquel momento la voz del vigía gritó:

¡Tierra!


CAPÍTULO XXXI

Aquella tierra, anunciada en el momento en que el mar se cerraba sobre el cuerpo del pobre marinero, era amarilla y baja. Aquella línea de dunas poco elevadas era Long Island, la isla larga, gran banco de arena, vivificado por la vegetación que cubre la costa americana, desde la punta de Montkank hasta Brooklyn, dependencia de Nueva York. Numerosas goletas de cabotaje costeaban aquella isla, sembrada de casas de recreo. Es la campiña predilecta de los habitantes de Nueva York.

Los pasajeros saludaban con la mano a aquella tierra tan deseada, después de una travesía demasiado larga, y no exenta de accidentes penosos. Todos los anteojos estaban apuntados a aquella primera muestra del continente ameri¬cano, mirándola cada uno por distinto prisma, según sus sen¬timientos o deseos. Los yanquis saludaban en ella a su ma-dre patria. Los sudistas miraban con cierto desdén aquellas tierras del Norte: el desdén del vencido hacia el vencedor. Los canadienses la miraban como gentes a quienes falta poco para llamarse ciudadanos de la Unión. Los californianos, al rebasar todas las llanuras del Far West y franquear las Montañas Rocosas, ponían ya el pie en sus inagotables pla¬ceres. Los mormones, con la frente levantada y los labios fruncidos por el desprecio, apenas miraban aquellas playas, dirigiendo sus visuales más lejos, a su desierto inaccesible, a su Ciudad de los Santos, y a su Lago Salado. Para los dos prometidos, aquel continente era la Tierra de Promisión.

Pero el cielo se oscurecía más y más. Todo el horizonte sur estaba ocupado. Las nubes se acercaban al cenit. La pe¬sadez del aire aumentaba. Un calor sofocante penetraba la atmósfera, como si el sol de julio cayera a plomo sobre ella. No terminaban aún los incidentes de aquella travesía.

¿Queréis que os asombre? me dijo Pitferge, que se hallaba a mi lado.

Asombradme, doctor.

Pues bien: antes de acabar el día tendremos tempestad.

¡Tempestad en abril!

El Great Eastern se burla de las estaciones repuso el doctor, encogiéndose de hombros . Es una tempestad hecha para él. Mirad esas nubes de mala facha que invaden el cielo. Parecen animales de los tiempos geológicos. Antes de mucho, se devorarán.

Confieso dije , que el horizonte está feo. Su aspec¬to es tempestuoso, y tres meses más allá, sería yo de vuestra opinion, querido doctor; pero ahora no.

Repito dijo Pitferge, animándose , que dentro de pocas horas estallará la tempestad. La siento, como un storm¬glas. Mirad esos vapores que se condensan en lo alto del cielo. Observad esos cisnes, esas «colas de gato» que se ama¬san en una sola nube y esos gruesos anillos que aprietan el horizonte. Pronto habrá condensación rápida de vapores, y por consiguiente, producción de electricidad. Además, el ba¬rómetro ha caído de pronto a 721 milímetros, y los vientos reinantes son del Sudoeste, los únicos que provocan tem¬pestades en invierno.

Vuestras observaciones podrán ser exactas, doctor respondí, como hombre que no quiere dar su brazo a torcer . Pero, ¿quién ha sufrido alguna vez, tempestades en esta latitud y en esta época?

Se citan ejemplos en los anuarios. Los inviernos tem¬plados suelen marcarse por tempestades. Si os hubierais per¬mitido vivir en 1172, o siquiera en 1824, hubierais oído gru¬ñir el trueno, en febrero, en el primer caso, y en diciembre en el segundo. En enero de 1837, el rayo hizo estragos en Draumen, Noruega, y el año pasado los hizo en la Mancha, en el mes de febrero, echando a pique unas barcas de Tre¬port. Si me dejarais consultar la estadística os confundiría.

En fin, doctor, ya que os empeñáis... -a veremos. ¿Te¬néis miedo al trueno?

¡Yo! respondió el doctor . El trueno es mi amigo, es mi médico.

¿Vuestro médico?

Sí. Tal como me veis, fui atacado por un rayo, en mi cama, el 31 de julio de 1867, en Kiew, cerca de Londres, y el rayo me curó una parálisis del brazo derecho, rebelde a todos los esfuerzos de la medicina.

¿Os chanceáis?

Nada de eso. Es un tratamiento muy barato, tratamien¬to por la electricidad. Amiguito, muchos ejemplos, muy auténticos, demuestran que el rayo sabe más que los doc¬tores más sabios; su intervención es muy útil, en casos de¬sesperados.

No importa dije , vuestro médico me inspira poca confianza, ¡no le llamaré jamás!

Porque no le habéis visto ejercer. Recuerdo un ejem¬plo. En 1817, en el Connecticut, un campesino que sufría un asma, tenido por incurable, fue herido del rayo, en sus tierras, y radicalmente curado. Un rayo pectoral. ¡Ahí tenéis!

El doctor era capaz de reducir el rayo a píldoras.

¡Reíd, ignorante, reíd! ¡No entendéis una patotada de tiempo ni de medicina!


CAPÍTULO XXXII

Jean Pitferge se marchó y yo me quedé sobre cubierta viendo cómo subía la tempestad. Fabián seguía aún en su camarote. Corsican estaba con él. Fabián tomaba, sin duda alguna disposiciones para el caso de una desgracia. Me acordé entonces de que tenía una hermana en Nueva York y me horroricé al pensar que tal vez tendríamos que llevarle muerto al hermano que esperaba. Hubiera querido ver a Fabián, pero me parecía prudente no interrumpirlos.

A las cuatro vimos otra tierra delante de la costa de Long Island. Era el islote de Tire Island, que tiene en st centro un faro que lo alumbra. En aquel momento los pasa-jeros habían invadido las toldillas. Todas las miradas se fijaban en la costa, que estaba a más de seis millas al Norte Esperábamos el momento en que la llegada del práctico de-cidiera la importante cuestión de la rifa. Los poseedores de cuartos de hora nocturnos habíamos abandonado toda pretensión, ya que los cuartos de hora de día, a excepción de los comprendidos entre las cuatro y las seis, tenían pocas probabilidades de ganar. Antes de la noche el práctico estaría a bordo, y asunto concluido. Todo el interés se hallaba pues, concentrado entre las siete u ocho personas a quiene,, la suerte había atribuido los próximos cuartos de hora, las cuales se aprovechaban para vender, comprar y volver a vender sus números con verdadera furia. Parecía que estábamos en Royal Exchangue de Londres.

A las cuatro y cuarto se divisó a estribor una goletilla con rumbo a nosotros. No cabía duda: era el práctico. Debía llegar a bordo antes de media hora. La lucha se empeñó, por consiguiente entre el segundo y tercero cuartos de hora, con¬tados entre las cuatro y las cinco de la tarde. Las peticiones y ofertas menudeaban. Después se hicieron apuestas insen¬satas sobre la persona del práctico; las traslado fielmente:

¡Apuesto diez dólares a que el práctico es casado!

¡Veinte a que es viudo!

¡Treinta dólares a que usa bigote!

¡Cincuenta a que sus patillas son rubias!

¡Sesenta a que tiene una berruga en la nariz!

¡Ciento a que pondrá sobre cubierta el pie derecho antes que el izquierdo!

¡A que fuma!

¡A que no!

¿Cigarro puro?

¡No! ¡Sí! ¡No!

Y otras mil apuestas más absurdas, pero que encontra¬ban mantenedores más absurdos aún.

Entretanto, la goleta se acercaba sensiblemente. Distin¬guíanse sus formas graciosas, algo elevadas por la proa, y con curvas prolongadas que le daban el aspecto de un yate de recreo. ¡Qué embarcaciones tan hermosas y sólidas son esos barcos pilotos de 50 a 60 toneladas, bien construidos para navegar, en términos,que pudiesen dar la vuelta al mun-do, sin envidiar a las carabelas de Magallanes! La que tenía¬mos a la vista, ligeramente inclinada, ostentaba todas sus velas, a pesar de la brisa, que empezaba a refrescar. El mar se deshacía en espuma, bajo su estrave. Llegada a dos ca¬bles del Great Eastern, se puso al pairo y echó al agua su bote. A una señal del capitán Anderson, las ruedas y la hélice se detuvieron por primera vez después de catorce días de movimiento. Un hombre descendió de la goleta al bote; cuatro remeros bogaron hacia el Great Eastern. Se echó una escala de cuerda por el flanco del coloso, al cual atracó la cáscara de nuez del práctico. Este trepó agilmente y saltó a cubierta. Los gritos de alegría de los gananciosos, las excla¬maciones de los que perdían le acogieron, y las apuestas y la rifa se resolvieron por estas circunstancias:

El práctico era casado,

No tenía berruga,

Tenía bigote rubio,

Había saltado con los pies juntos.

Y, por último, eran las cuatro y treinta y seis minutos, en el momento en que pisaba el Great Eastern.

El poseedor del vigésimo tercero cuarto de hora, ganaba pues, 96 dólares. Era el capitán Corsican, que no se ocupa ba de semejante ganancia. No tardó en aparecer sobre cu¬bierta, cuando se enteró de lo ocurrido, rogó al capitán Anderson que entregase sus ganancias a la viuda del pobre marinero tan desgraciadamente muerto por el golpe de mar. El comandante le apretó la mano, sin decir una palabra. Un instante después, un marinero se acercó a Corsican.

Caballero le dijo , los compañeros me envían a de¬ciros que sois un hombre de bien. Os dan las gracias en nom¬bre del pobre Wilson, que no puede dároslas en persona.

Corsican, conmovido, estrechó la mano del marinero.

El práctico, de aspecto poco marino, con sombrero de hule, pantalón negro, levita parda con forro encarnado y un gran paraguas, era a la sazón el amo del buque.

Al saltar sobre cubierta, soltó un paquete de periódicos, a los cuales se precipitaron con avidez los viajeros. Aquellos papeles, que contenían noticias de Europa y de América, eran el lazo político y civil que se estrechaba entre el Great¬-Eastern y ambos continentes.