sábado, noviembre 05, 2011

La ciudad Flotante (cap. 30, 31 y 32)

Por Julio Verne

CAPÍTULO XXX

No era ya posible alejar el desenlace del drama. Sólo algunas horas nos separaban del momento en que los dos adversarios habían de encontrarse. ¿Por qué Harry Drake no esperaba que su enemigo y él hubieran desembarcado? ¿Aquel buque, fletado por una compañía francesa, le parecía un terreno más a propósito para aquel desafío, que debía ser a muerte? ¿O quería deshacerse de Fabián antes que éste hubiera pisado el territorio americano y sospechara la existencia a bordo, de Elena, que Drake debía suponer ig¬norada de todo el mundo? Esto último debía de ser.

Poco importa dijo Corsican . Cuanto antes mejor.

¿Os parece que suplique a Pitferge que asista al desa¬fío como médico?

Sí, me parece bien.

Corsican fue a ver a Fabián. La campana sonaba en aquel momento. ¿Qué significaba aquel toque inusitado? El timo¬nel me dijo que tocaba a muerto por el marinero. En efecto, iba a llevarse a cabo una triste ceremonia. El tiempo, hasta entonces tan hermoso, tendía a modificarse. Gruesas nubes subían pesadamente hacia el Sur.

Al oír la campana, los pasajeros acudieron en tumulto hacia estribor. Los tambores, los obenques, las pasarelas, las bordas y hasta las lanchas, colgadas de sus pescantes, se lle-naron de espectadores. Oficiales, marineros y fogoneros fran¬cos de servicio, se alinearon sobre cubierta.

A las dos apareció un grupo de marineros al extremo de la calle. Salía de la enfermería y pasó por delante de la má¬quina del gobernalle. El cuerpo del marinero, envuelto en un pedazo de lona cosido y fijo a una tabla, con una bala a los pies, iba en hombros de cuatro de sus companeros. El pabellón inglés cubría el cadáver. El grupo avanzó lentamen¬te por entre la concurrencia. Todos los asistentes se descu¬brieron.

Llegados más allá de la rueda de estribor, los que lleva¬ban el cadáver depositaron la tabla en el descansillo en que terminaba la escalera al llegar a la cubierta.

Delante de la fila de espectadores que ocupaban el tam¬bor, hallábanse el capitán Anderson y sus oficiales vestidos de gala. El capitán tenía en la mano un libro de oraciones. Se descubrió, y por espacio de algunos minutos, en medio de un silencio profundo, que ni la brisa turbaba, leyó con voz gra¬ve la oración de los difuntos. En aquella atmósfera pesada, tempestuosa, sin el más leve ruido, sin un soplo de aire, se oían distintamente todas sus palabras. Algunos pasajeros respondían en voz baja.

A una señal del capitán, el cadáver, levantado por los que lo habían llevado, se deslizó hacia el mar. Sobrenadó un instante, desapareciendo después en medio de un círculo de espuma.

En aquel momento la voz del vigía gritó:

¡Tierra!


CAPÍTULO XXXI

Aquella tierra, anunciada en el momento en que el mar se cerraba sobre el cuerpo del pobre marinero, era amarilla y baja. Aquella línea de dunas poco elevadas era Long Island, la isla larga, gran banco de arena, vivificado por la vegetación que cubre la costa americana, desde la punta de Montkank hasta Brooklyn, dependencia de Nueva York. Numerosas goletas de cabotaje costeaban aquella isla, sembrada de casas de recreo. Es la campiña predilecta de los habitantes de Nueva York.

Los pasajeros saludaban con la mano a aquella tierra tan deseada, después de una travesía demasiado larga, y no exenta de accidentes penosos. Todos los anteojos estaban apuntados a aquella primera muestra del continente ameri¬cano, mirándola cada uno por distinto prisma, según sus sen¬timientos o deseos. Los yanquis saludaban en ella a su ma-dre patria. Los sudistas miraban con cierto desdén aquellas tierras del Norte: el desdén del vencido hacia el vencedor. Los canadienses la miraban como gentes a quienes falta poco para llamarse ciudadanos de la Unión. Los californianos, al rebasar todas las llanuras del Far West y franquear las Montañas Rocosas, ponían ya el pie en sus inagotables pla¬ceres. Los mormones, con la frente levantada y los labios fruncidos por el desprecio, apenas miraban aquellas playas, dirigiendo sus visuales más lejos, a su desierto inaccesible, a su Ciudad de los Santos, y a su Lago Salado. Para los dos prometidos, aquel continente era la Tierra de Promisión.

Pero el cielo se oscurecía más y más. Todo el horizonte sur estaba ocupado. Las nubes se acercaban al cenit. La pe¬sadez del aire aumentaba. Un calor sofocante penetraba la atmósfera, como si el sol de julio cayera a plomo sobre ella. No terminaban aún los incidentes de aquella travesía.

¿Queréis que os asombre? me dijo Pitferge, que se hallaba a mi lado.

Asombradme, doctor.

Pues bien: antes de acabar el día tendremos tempestad.

¡Tempestad en abril!

El Great Eastern se burla de las estaciones repuso el doctor, encogiéndose de hombros . Es una tempestad hecha para él. Mirad esas nubes de mala facha que invaden el cielo. Parecen animales de los tiempos geológicos. Antes de mucho, se devorarán.

Confieso dije , que el horizonte está feo. Su aspec¬to es tempestuoso, y tres meses más allá, sería yo de vuestra opinion, querido doctor; pero ahora no.

Repito dijo Pitferge, animándose , que dentro de pocas horas estallará la tempestad. La siento, como un storm¬glas. Mirad esos vapores que se condensan en lo alto del cielo. Observad esos cisnes, esas «colas de gato» que se ama¬san en una sola nube y esos gruesos anillos que aprietan el horizonte. Pronto habrá condensación rápida de vapores, y por consiguiente, producción de electricidad. Además, el ba¬rómetro ha caído de pronto a 721 milímetros, y los vientos reinantes son del Sudoeste, los únicos que provocan tem¬pestades en invierno.

Vuestras observaciones podrán ser exactas, doctor respondí, como hombre que no quiere dar su brazo a torcer . Pero, ¿quién ha sufrido alguna vez, tempestades en esta latitud y en esta época?

Se citan ejemplos en los anuarios. Los inviernos tem¬plados suelen marcarse por tempestades. Si os hubierais per¬mitido vivir en 1172, o siquiera en 1824, hubierais oído gru¬ñir el trueno, en febrero, en el primer caso, y en diciembre en el segundo. En enero de 1837, el rayo hizo estragos en Draumen, Noruega, y el año pasado los hizo en la Mancha, en el mes de febrero, echando a pique unas barcas de Tre¬port. Si me dejarais consultar la estadística os confundiría.

En fin, doctor, ya que os empeñáis... -a veremos. ¿Te¬néis miedo al trueno?

¡Yo! respondió el doctor . El trueno es mi amigo, es mi médico.

¿Vuestro médico?

Sí. Tal como me veis, fui atacado por un rayo, en mi cama, el 31 de julio de 1867, en Kiew, cerca de Londres, y el rayo me curó una parálisis del brazo derecho, rebelde a todos los esfuerzos de la medicina.

¿Os chanceáis?

Nada de eso. Es un tratamiento muy barato, tratamien¬to por la electricidad. Amiguito, muchos ejemplos, muy auténticos, demuestran que el rayo sabe más que los doc¬tores más sabios; su intervención es muy útil, en casos de¬sesperados.

No importa dije , vuestro médico me inspira poca confianza, ¡no le llamaré jamás!

Porque no le habéis visto ejercer. Recuerdo un ejem¬plo. En 1817, en el Connecticut, un campesino que sufría un asma, tenido por incurable, fue herido del rayo, en sus tierras, y radicalmente curado. Un rayo pectoral. ¡Ahí tenéis!

El doctor era capaz de reducir el rayo a píldoras.

¡Reíd, ignorante, reíd! ¡No entendéis una patotada de tiempo ni de medicina!


CAPÍTULO XXXII

Jean Pitferge se marchó y yo me quedé sobre cubierta viendo cómo subía la tempestad. Fabián seguía aún en su camarote. Corsican estaba con él. Fabián tomaba, sin duda alguna disposiciones para el caso de una desgracia. Me acordé entonces de que tenía una hermana en Nueva York y me horroricé al pensar que tal vez tendríamos que llevarle muerto al hermano que esperaba. Hubiera querido ver a Fabián, pero me parecía prudente no interrumpirlos.

A las cuatro vimos otra tierra delante de la costa de Long Island. Era el islote de Tire Island, que tiene en st centro un faro que lo alumbra. En aquel momento los pasa-jeros habían invadido las toldillas. Todas las miradas se fijaban en la costa, que estaba a más de seis millas al Norte Esperábamos el momento en que la llegada del práctico de-cidiera la importante cuestión de la rifa. Los poseedores de cuartos de hora nocturnos habíamos abandonado toda pretensión, ya que los cuartos de hora de día, a excepción de los comprendidos entre las cuatro y las seis, tenían pocas probabilidades de ganar. Antes de la noche el práctico estaría a bordo, y asunto concluido. Todo el interés se hallaba pues, concentrado entre las siete u ocho personas a quiene,, la suerte había atribuido los próximos cuartos de hora, las cuales se aprovechaban para vender, comprar y volver a vender sus números con verdadera furia. Parecía que estábamos en Royal Exchangue de Londres.

A las cuatro y cuarto se divisó a estribor una goletilla con rumbo a nosotros. No cabía duda: era el práctico. Debía llegar a bordo antes de media hora. La lucha se empeñó, por consiguiente entre el segundo y tercero cuartos de hora, con¬tados entre las cuatro y las cinco de la tarde. Las peticiones y ofertas menudeaban. Después se hicieron apuestas insen¬satas sobre la persona del práctico; las traslado fielmente:

¡Apuesto diez dólares a que el práctico es casado!

¡Veinte a que es viudo!

¡Treinta dólares a que usa bigote!

¡Cincuenta a que sus patillas son rubias!

¡Sesenta a que tiene una berruga en la nariz!

¡Ciento a que pondrá sobre cubierta el pie derecho antes que el izquierdo!

¡A que fuma!

¡A que no!

¿Cigarro puro?

¡No! ¡Sí! ¡No!

Y otras mil apuestas más absurdas, pero que encontra¬ban mantenedores más absurdos aún.

Entretanto, la goleta se acercaba sensiblemente. Distin¬guíanse sus formas graciosas, algo elevadas por la proa, y con curvas prolongadas que le daban el aspecto de un yate de recreo. ¡Qué embarcaciones tan hermosas y sólidas son esos barcos pilotos de 50 a 60 toneladas, bien construidos para navegar, en términos,que pudiesen dar la vuelta al mun-do, sin envidiar a las carabelas de Magallanes! La que tenía¬mos a la vista, ligeramente inclinada, ostentaba todas sus velas, a pesar de la brisa, que empezaba a refrescar. El mar se deshacía en espuma, bajo su estrave. Llegada a dos ca¬bles del Great Eastern, se puso al pairo y echó al agua su bote. A una señal del capitán Anderson, las ruedas y la hélice se detuvieron por primera vez después de catorce días de movimiento. Un hombre descendió de la goleta al bote; cuatro remeros bogaron hacia el Great Eastern. Se echó una escala de cuerda por el flanco del coloso, al cual atracó la cáscara de nuez del práctico. Este trepó agilmente y saltó a cubierta. Los gritos de alegría de los gananciosos, las excla¬maciones de los que perdían le acogieron, y las apuestas y la rifa se resolvieron por estas circunstancias:

El práctico era casado,

No tenía berruga,

Tenía bigote rubio,

Había saltado con los pies juntos.

Y, por último, eran las cuatro y treinta y seis minutos, en el momento en que pisaba el Great Eastern.

El poseedor del vigésimo tercero cuarto de hora, ganaba pues, 96 dólares. Era el capitán Corsican, que no se ocupa ba de semejante ganancia. No tardó en aparecer sobre cu¬bierta, cuando se enteró de lo ocurrido, rogó al capitán Anderson que entregase sus ganancias a la viuda del pobre marinero tan desgraciadamente muerto por el golpe de mar. El comandante le apretó la mano, sin decir una palabra. Un instante después, un marinero se acercó a Corsican.

Caballero le dijo , los compañeros me envían a de¬ciros que sois un hombre de bien. Os dan las gracias en nom¬bre del pobre Wilson, que no puede dároslas en persona.

Corsican, conmovido, estrechó la mano del marinero.

El práctico, de aspecto poco marino, con sombrero de hule, pantalón negro, levita parda con forro encarnado y un gran paraguas, era a la sazón el amo del buque.

Al saltar sobre cubierta, soltó un paquete de periódicos, a los cuales se precipitaron con avidez los viajeros. Aquellos papeles, que contenían noticias de Europa y de América, eran el lazo político y civil que se estrechaba entre el Great¬-Eastern y ambos continentes.



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