sábado, diciembre 15, 2012

La historia de los duendes que secuestraron a un enterrador (final)

Por Charles Dickens


Mientras el duende se echaba a reír, el sepulturero observó por un instante una iluminación brillante tras las ventanas de la iglesia, como si el edificio dentro hubiera sido iluminado; la iluminación desapareció, el órgano atronó con una tonada animosa y grupos enteros de duendes, la contrapartida misma del primero, aparecieron en el cementerio y comenzaron a jugar al salto de la rana con las tumbas, sin detenerse un instante a tomar aliento y «saltando» las más altas de ellas, una tras otra, con una absoluta y maravillosa destreza. El primer duende era un saltarín de lo más notable. Ninguno de los demás se le aproximaba siquiera; incluso en su estado de terror extremo el sepulturero no pudo dejar de observar que mientras sus amigos se contentaban con saltar las lápidas de tamaño común, el primero abordaba las capillas familiares con las barandillas de hierro y todo, con la misma facilidad que si se tratara de postes callejeros.

Finalmente el juego llegó al punto más culminante e interesante; el órgano comenzó a sonar más y más veloz y los duendes a saltar más y más rápido: enrollándose, rodando de la cabeza a los talones sobre el suelo y rebotando sobre las tumbas como pelotas de fútbol. El cerebro del enterrador giraba en un torbellino con la rapidez del movimiento que estaba contemplando y las piernas se le tambaleaban mientras los espíritus volaban delante de sus ojos, hasta que el duende rey, lanzándose repentinamente hacia él, le puso una mano en el cuello y se hundió con él en la tierra.

Cuando Gabriel Grub tuvo tiempo de recuperar el aliento, que había perdido por causa de la rapidez de su descenso, se encontró en lo que parecía ser una amplia caverna rodeado por todas partes por multitud de duendes feos y ceñudos. En el centro de la caverna, sobre una sede elevada, se encontraba su amigo del cementerio; y junto a él estaba el propio Gabriel Grub sin capacidad de movimiento.

-Hace frío esta noche -dijo el rey de los duendes-. Mucho frío. ¡Traigan un vaso de algo caliente!

Al escuchar esa orden, media docena de solícitos duendes de sonrisa perpetua en el rostro, que Gabriel Grub imaginó serían cortesanos, desaparecieron presurosamente para regresar de inmediato con una copa de fuego líquido que presentaron al rey.

-¡Ah! -gritó el duende, cuyas mejillas y garganta se habían vuelto transparentes, mientras se tragaba la llama-. ¡Verdaderamente esto calienta a cualquiera! Tráiganle una copa de lo mismo al señor Grub.

En vano protestó el infortunado enterrador diciendo que no estaba acostumbrado a tomar nada caliente por la noche; uno de los duendes lo sujetó mientras el otro derramaba por su garganta el líquido ardiente; la asamblea entera chilló de risa cuando él se puso a toser y a ahogarse y se limpió las lágrimas, que brotaron en abundancia de sus ojos, tras tragar la ardiente bebida.

-Y ahora -dijo el rey al tiempo que golpeaba con la esquina ahusada del sombrero de pan de azúcar el ojo del enterrador, ocasionándole con ello el dolor más exquisito-... y ahora mostrémosle al hombre de la tristeza y la desgracia unas cuantas imágenes de nuestro gran almacén.

Al decir aquello el duende, una nube espesa que oscurecía el extremo más remoto de la caverna desapareció gradualmente revelando, aparentemente a gran distancia, un aposento pequeño y escasamente amueblado, pero pulcro y limpio. Había una multitud de niños pequeños reunidos alrededor de un fuego brillante, agarrados a la bata de su madre y dando brincos alrededor de su silla. De vez en cuando la madre se levantaba y apartaba la cortina de la ventana, como deseando ver algún objeto que esperaba; sobre la mesa estaba dispuesta una comida frugal; cerca del fuego había un sillón. Se oyó que llamaban a la puerta: la madre la abrió y los niños se amontonaron a su alrededor, aplaudiendo de alegría, cuando entró el padre. Estaba mojado y fatigado. Se sacudió la nieve de las ropas mientras los niños se amontonaban a su alrededor agarrando su manto, sombrero, bastón y guantes con verdadero celo y saliendo a toda prisa con ellos de la habitación. Después, mientras se sentaba delante del fuego y de su comida, los niños se le subieron en las rodillas y la madre se sentó a su lado y todos parecían felices y contentos.

Pero se produjo, casi imperceptiblemente, un cambio de la visión. El escenario se alteró transformándose en un dormitorio pequeño en donde yacía moribundo el niño más joven y hermoso: el color sonrosado había huido de sus mejillas y la luz había desaparecido de sus ojos; y mientras el sepulturero lo miró con un interés que nunca antes había conocido o sentido, el niño murió. Sus jóvenes hermanos y hermanas se apiñaron alrededor de su camita y le cogieron la diminuta mano, tan fría y pesada; pero retrocedieron ante el contacto y miraron con temor su rostro infantil; pues aunque estuviera en calma y tranquilo, y el hermoso niño pareciera estar durmiendo, descansado y en paz, vieron que estaba muerto y supieron que era un ángel que los miraba desde arriba, bendiciéndolos desde un cielo brillante y feliz.

De nuevo la nube luminosa traspasó el cuadro y de nuevo cambió el tema. Ahora el padre y la madre eran ancianos e indefensos, y el número de los que les rodeaban había disminuido a más de la mitad; pero el contento y la alegría se hallaban asentados en cada rostro, brillaban en cada mirada, mientras rodeaban el fuego y contaban y escuchaban viejas historias de días anteriores ya pasados. Lenta y pacíficamente entró el padre en la tumba, y poco después quien había compartido todas sus preocupaciones y problemas le siguió a un lugar de descanso. Los pocos que todavía les sobrevivían se arrodillaron junto a su tumba y regaron con sus lágrimas la hierba verde que la cubría; después se levantaron y se dieron la vuelta: tristes y lamentándose, pero sin gritos amargos ni lamentaciones desesperadas, pues sabían que un día volverían a encontrarlos; y de nuevo se mezclaron con el mundo ajetreado y recuperaron su alegría y su contento. La nube cayó sobre el cuadro y lo ocultó de la vista del sepulturero.

-¿Qué piensas de eso? -preguntó el duende volviendo su rostro grande hacia Gabriel Grub.


Gabriel murmuró algo en el sentido de que era muy hermoso y pareció algo avergonzado cuando el duende volvió hacia él sus ojos ardientes.

-¡Tú, miserable! -exclamó el duende con un tono de gran desprecio-. ¡Tú!

Parecía dispuesto a añadir algo más, pero la indignación sofocó sus palabras, levantó una de las piernas que tenía dobladas y, tras sostenerla un momento por encima de la cabeza del sepulturero, para asegurar su puntería, le administró a Gabriel Grub una buena y sonora patada; inmediatamente después de eso, todos los duendes que habían estado aguardando rodearon al infeliz enterrador y lo patearon sin piedad: de acuerdo con la costumbre establecida e invariable entre los cortesanos de la tierra, quienes patean a aquél al que ha pateado la realeza y abrazan a quien la realeza abraza.

-¡Enséñenle algo más! -dijo el rey de los duendes. Ante esas palabras desapareció la nube revelándose ante su vista un paisaje rico y hermoso; hasta el día de hoy hay otro semejante a menos de un kilómetro de la antigua ciudad abacial. El sol brillaba desde el cielo claro y azul, el agua centelleaba bajo sus rayos, los árboles parecían más verdes y las flores más alegres bajo su animosa influencia. El agua corría con un sonido agradable; los árboles rugían bajo el viento ligero que murmuraba entre sus hojas; los pájaros cantaban sobre las ramas; y la alondra gorjeaba desde lo alto su bienvenida a la mañana. Sí, era por la mañana: la mañana brillante y fragante de verano; la más diminuta hoja, la brizna de hierba más pequeña, estaban animadas de vida. La hormiga se arrastraba dedicada a sus tareas diarias, la mariposa aleteaba y se solazaba bajo los pálidos rayos del sol; miríadas de insectos extendían las alas transparentes y gozaban de su existencia breve pero feliz. El hombre caminaba entusiasmado con la escena; y todo era brillo y esplendor.

-¡Tú, miserable! -exclamó el rey de los duendes con un tono más despreciativo todavía que el anterior. Y de nuevo el rey de los duendes levantó una pierna y de nuevo la dejó caer sobre los hombros del enterrador; y otra vez los duendes que asistían a la reunión imitaron el ejemplo de su jefe.

Muchas veces la nube se fue y regresó, y enseñó muchas lecciones a Gabriel Grub, quien tenía los hombros doloridos por las frecuentes aplicaciones de los pies de los duendes; pero, aún así, miraba con interés que nada podía disminuir. Vio a hombres que trabajaban con duro esfuerzo y se ganaban su escaso pan con una vida de trabajo, pero eran alegres y felices; y a los más ignorantes, para quienes el rostro dulce de la naturaleza era una fuente incesante de alegría y gozo. Vio a aquellos que habían sido delicadamente alimentados y tiernamente criados, alegres ante las privaciones y superiores ante el sufrimiento, quienes habían superado muchas situaciones duras porque llevaban dentro del pecho los materiales de la felicidad, el contento y la paz. Vio que las mujeres, lo más tierno y frágil de todas la criaturas de Dios, eran a menudo capaces de superar la pena, la adversidad y la tristeza; y vio que era así porque en su corazón llevaban una inagotable fuente de afecto y devoción. Pero sobre todo vio que hombres como él mismo, que refunfuñaban por el gozo y la alegría de los demás, eran las peores hierbas en la hermosa superficie de la tierra; y poniendo todo el bien del mundo contra el mal, llegó a la conclusión de que al fin y al cabo era un mundo muy decente y respetable. Nada más acababa de formarse cuando la nube que ocultó el último cuadro pareció ponerse sobre sus sentidos y llevarle al reposo. Uno a uno los duendes fueron desapareciendo de su vista; y cuando el último de ellos se hubo ido, se quedó dormido.

Había despuntado el día cuando despertó Gabriel Grub y se encontró tumbado cuan largo era sobre la lápida plana del cementerio, con el cubrebotellas de mimbre vacío a su lado y la capa, el azadón, y el farol, blanqueados por la helada de la noche anterior, tirados por el suelo. La piedra sobre la que había visto por primera vez al duende se erguía audaz ante él, y la tumba en la que había trabajado la noche anterior no estaba lejana. Al principio empezó a dudar de la realidad de sus aventuras, pero el dolor agudo que sintió en los hombros cuando intentó levantarse le aseguró que las patadas de los duendes no habían sido ciertamente meras ideas. Vaciló de nuevo al no encontrar rastros de huellas en la nieve sobre la que los duendes habían jugado al salto de la rana con las piedras de las tumbas, pero rápidamente se explicó esa circunstancia al recordar que, siendo espíritus, no dejarían tras ellos impresiones visibles. Por tanto, Gabriel Grub se puso en pie tan bien como pudo teniendo en cuenta el dolor de su espalda; y cepillándose la escarcha del abrigo, se lo puso y volvió el rostro hacia la ciudad.

Pero era ya un hombre cambiado y no podía soportar el pensamiento de regresar a un lugar en el que se burlarían de su arrepentimiento y no creerían en su reforma. Vaciló unos momentos y luego se alejó errando hacia donde pudiera, buscándose el pan en otra parte.

Aquel día encontraron en el cementerio el farol, el azadón y el cubrebotellas de cestería. Al principio hubo muchas especulaciones acerca del destino del enterrador, pero rápidamente se decidió que se lo habrían llevado los duendes; y no faltaron algunos testigos muy creíbles que lo habían visto claramente a través del aire a lomos de un caballo castaño tuerto, con los cuartos traseros de un león y la cola de un oso. Finalmente acabaron por creer devotamente en todo aquello; y el nuevo enterrador solía enseñar a los curiosos, a cambio de un ligero emolumento, un trozo de buen tamaño perteneciente a la veleta de la iglesia que accidentalmente había sido coceada por el caballo antes mencionado en su vuelo aéreo, y que él mismo recogió en el cementerio uno o dos años después.

Desafortunadamente esas historias se vieron algo enmarañadas por la reaparición no esperada del propio Gabriel Grub unos diez años más tarde, como un anciano reumático y andrajoso, pero contento. Le contó su historia al clérigo, y también al alcalde; y con el curso del tiempo aquello se convirtió en parte de la historia, y en esa forma se ha seguido contando hasta hoy. Los que creyeron en el relato del trozo de veleta, habiendo colocado mal su confianza en otro tiempo, dejaron de predominar y se apartaron de esa historia. Trataban de parecer lo más sabios que pudieran, encogiéndose de hombros, tocándose la frente y murmurando algo parecido a que Gabriel Grub se había bebido toda la ginebra de Holanda y se quedó dormido sobre un lápida plana; y luego trataban de explicar lo que se suponía que él había presenciado en la caverna de los duendes diciendo que había visto el mundo y se había hecho más sabio. Pero esta opinión que en absoluto fue popular en ningún momento, acabó gradualmente por desaparecer; y sea como sea, puesto que Gabriel Grub se vio afectado por el reumatismo al final de sus días, la historia tiene al menos una moraleja, aunque no pueda enseñar otra mejor, y es que si un hombre se vuelve taciturno y bebe solo en la época de Navidad, no por ello va a decidir ser mejor: los espíritus puede que no vuelvan a ser tan buenos, ni estar dispuestos a presentar tantas pruebas, como aquellos a los que vio Gabriel Grub en la caverna de los duendes.


Fin

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