lunes, julio 08, 2013

La aventura de la caja de cartón (Final)

Por Arthur Conan Doyle

«En primer lugar, su hermana se llamaba Sarah y hasta hace muy poco tiempo su dirección era la misma, de modo que era bastante evidente que se había producido un error y podía figurarse uno a quién iba dirigido en realidad el paquete. Luego tuvimos noticias de ese camarero, casado con la tercera hermana, y nos enteramos de que en un tiempo tuvo tal intimidad con la señorita Sarah, que esta se trasladó a Liverpool para estar cerca de los Browner, aunque una posterior pelea los había separado. Esta pelea había interrumpido cualquier clase de comunicación entre ellos durante varios meses, de modo que si Browner hubiese querido enviar un paquete a la señorita Sarah, indudablemente lo habría hecho a su antigua dirección,

«El asunto comenzaba ahora a resolverse a las mil maravillas. Nos habíamos enterado de la existencia de ese camarero, un hombre impulsivo, y apasionado -recuerde que dejó un empleo, aparentemente mucho mejor para estar cerca de su esposa-, propenso también a ocasionales excesos, con la bebida. Teníamos motivos para creer que su esposa había sido asesinada, y que un hombre -presumiblemente marinero- había sido asesinado al mismo tiempo. En seguida pensamos en los celos como móvil del crimen. Pero ¿por qué enviaron a la señorita Sarah Cushing esas pruebas del delito? Probablemente porque durante su estancia en Liverpool ella había tenido algo que ver con que se produjeran los sucesos que desembocaron en tragedia. No sé si habrá notado que esa línea marítima hace escala en Belfast, Dublín y Waterford; de modo que, suponiendo que Browner hubiera cometido el delito, y que se hubiese embarcado inmediatamente en su vapor, el May Day, Belfast sería el primer lugar desde el que podría enviar por correo el terrible paquete.

«A estas alturas era también posible una segunda solución, y aunque a mí me parecía sumamente improbable, decidí aclararla antes de seguir adelante. Un amante rechazado podía haber matado al señor y la señora Browner, y la oreja de varón podría haber pertenecido al marido. Podían ponerse serios reparos a esta teoría, pero era concebible. Por tanto envié un telegrama a mi amigo Algar, de la policía de Liverpool, y le pedí que averiguase si la señora Browner estaba en casa, y si el marido había partido en el May Day. Luego seguimos hasta Wallington para visitar a la señorita Sarah.

«Tenía curiosidad, en primer lugar, por comprobar hasta qué punto se había reproducido en ella el tipo de oreja de la familia. Además podía proporcionarnos, desde luego, información de vital importancia, si bien no me sentía demasiado optimista al respecto. Debe de haberse enterado del suceso del día anterior, ya que en Croydon no se habla de otra cosa, y sólo ella podía saber a quién iba destinado el paquete. Si hubiese estado dispuesta a ayudar a la justicia probablemente se habría puesto ya en contacto con la policía. Sin embargo, era deber nuestro verla, evidentemente, de modo que fuimos a visitarla. Comprobamos que la noticia de la llegada del paquete -pues su enfermedad databa de esas fechas- le había producido tal impresión que le provocó meningitis. Estaba más claro que nunca que ella había comprendido toda su importancia, pero también era igual de claro que tendríamos que esperar algún tiempo para obtener de ella cualquier tipo de ayuda.

«Sin embargo, la verdad es que no dependíamos de su ayuda. Las respuestas a nuestras pesquisas nos esperaban en la comisaría de policía, a cuya dirección ordené a Algar que las enviara. Nada podía ser más concluyente. La casa de la señora Browner llevaba más de tres días cerrada, y las vecinas opinaban que ella se había marchado al sur para visitar a sus parientes. Se había comprobado en las oficinas de la compañía naviera que Browner había zarpado en el May Day, y yo calculo que debe llegar al Támesis mañana por la noche. Cuando llegue saldrá a su encuentro el obtuso aunque resuelto Lestrade, y no tengo la menor duda de que nos pondremos al corriente de los detalles que nos faltan.»

Las expectativas de Sherlock Holmes no quedaron defraudadas. Dos días más tarde recibió un sobre voluminoso, que contenía un mensaje breve del detective y un documento escrito a máquina, que ocupaba varias páginas de papel de oficio.

-Lestrade lo atrapó sin problemas. Tal vez le interese escuchar lo que dice.

Mi querido señor Holmes:

De conformidad con el plan que nos habíamos trazado para comprobar nuestras teorías (el «nos» me parece admirable, ¿verdad Watson?), fui al Muelle Albert ayer a las seis de la mañana y subí a bordo del May Day, que pertenece a la Liverpool, Dublin & London Steam Packet Company. Al solicitar información averigüé que había a bordo un camarero llamado James Browner, el cual se había comportado durante el viaje de manera tan insólita que el capitán se había visto obligado a relevarlo de sus obligaciones. Al bajar a su camarote lo encontré sentado encima de un cofre con la cabeza hundida entre las manos, meciéndose de un lado para otro. Es un tipo grande y fuerte, bien afeitado y muy moreno; algo parecido a Aldridge, el que nos ayudó en el asunto de la falsa lavandería. Se levantó de un salto al enterarse del motivo de mi visita. Yo tenía ya el silbato en los labios para llamar a una pareja de la policía fluvial, que había a la vuelta de la esquina, pero él no parecía tener ánimos y alargó las manos lo suficiente para que le pusiera las esposas. Lo llevamos a una celda, y a su cofre también, pues creíamos que podía haber en su interior algo que le incriminara; pero no encontramos nada a excepción de un gran cuchillo afilado, como el que suelen llevar la mayoría de los marineros. Sin embargo, no nos hacen falta más pruebas, pues cuando lo llevamos a la comisaría pidió al inspector hacer una declaración, la cual fue tomada, por supuesto, por nuestro taquígrafo según él iba dictándola. Sacamos tres copias mecanografiadas, una de las cuales le incluyo. El asunto, como Yo pensaba, ha resultado ser sumamente sencillo, pero le estoy muy agradecido por ayudarme en mi investigación. Le saluda atentamente,

G. Lestrade

«¡Ejem! La investigación fue, en efecto, muy sencilla -observó Holmes-, pero no creo que ese fuera su parecer cuando nos llamó en su ayuda. No obstante, veamos lo que Jim Browner tiene que decir en su favor. Esta es su declaración, tal como la hizo ante el inspector Montgomery en la comisaría de policía de Shadwell, y tiene la ventaja de ser literal.»

¿Que si tengo algo que decir? Claro que sí, tengo mucho que decir. Quiero confesarlo todo. Pueden ustedes ahorcarme, o dejarme en paz. Me importa un bledo lo que me hagan, les aseguro que no he pegado ojo desde que hice aquello, y no creo que vuelva nunca más a hacerlo hasta superar esta vigilia. A veces veo el rostro de él, pero sobre todo el de ella. Siempre tengo ante mí uno u otro. Él me mira con severidad y odio y, por el contrario, ella tiene en el rostro una expresión como de sorpresa. ¡Ay, pobre criatura! No es raro que se sorprendiera al leer su sentencia de muerte en un rostro en el que antes casi nunca había visto otra cosa que amor hacia ella.

Pero la culpa fue de Sarah, ¡y ojalá la maldición de un hombre destrozado arruine su vida y haga que se le pudra la sangre en las venas! No es que quiera justificarme. Sé que volví a entregarme a la bebida, pues soy un bestia. Pero ella me habría perdonado; se habría mantenido unida a mí tan íntimamente como el cabo al motón, si esa mujer no hubiera puesto los pies en nuestra casa. Pues Sarah Cushing me amaba -ese es el origen de todo el asunto-, me amó hasta que todo ese amor se transformó en un odio pernicioso cuando se enteró de que yo daba más importancia a la huella de mi esposa en el barro que a su propio cuerpo y alma.

En total eran tres hermanas. La mayor era una buena mujer francamente, la segunda un demonio, y la tercera un ángel. Sarah tenía treinta y tres años, y Mary veintinueve cuando me casé con ella. Cuando nos fuimos a vivir juntos éramos felices a todas horas del día, y en todo Liverpool no había mejor mujer que mi Mary. Por consiguiente invitamos a Sarah a pasar una semana con nosotros, y la semana se convirtió en un mes, y una cosa llevó a la otra, hasta que ella fue una más entre nosotros.

En aquella época yo llevaba la cinta azul de la liga de los abstemios; ahorrábamos algo de dinero y todo resplandecía como un dólar nuevo. ¡Por Dios santo! ¿Quién demonios habría pensado que todo iba a terminar así? ¿Quién demonios lo hubiera imaginado?

Con frecuencia solía volver a casa los fines de semana, y a veces, si el barco se retrasaba a causa del cargamento, pasaba allí toda una semana; de esta manera tuve ocasión de tratar bastante a mi cuñada Sarah. Era una mujer admirable, alta, morena, aguda y violenta, altanera, y con un brillo en los ojos como chispa de pedernal. Pero en presencia de la pequeña Mary nunca pensaba en Sarah, y eso lo juro al igual que espero que Dios se apiade de mí.

A veces me parecía que ella deseaba quedarse a solas conmigo, o engatusarme para que diera un paseo con ella, aunque yo nunca pensara realmente en eso. Pero una noche se me abrieron los ojos. Había vuelto del barco y me encontré con que mi esposa había salido y en casa sólo estaba Sarah. «Dónde está Mary», le pregunté. «Ha ido a pagar unas cuentas.» Yo iba y venía por la habitación impaciente. «Jim, ¿es que no puedes ser feliz sin Mary ni siquiera cinco minutos?», me dijo ella. «No es ningún halago para mí que no te contentes con mi compañía por tan poco tiempo.» «Llevas razón, muchacha», le dije yo, tendiéndole la mano de manera afectuosa. Inmediatamente ella la cogió entre las suyas, que ardían como si tuviese fiebre. La miré a los ojos y lo leí todo en ellos. No le hacía falta hablar, ni a mí tampoco. Fruncí el ceño y retiré la mano. Durante un rato ella permaneció junto a mí en silencio, luego levantó la mano y me dio unas palmaditas en el hombro. «¡Cálmate, Jim!», me dijo, y salió corriendo de la habitación con una especie de risa burlona.

Pues bien, desde entonces Sarah me odió con todo su corazón y toda su alma, y es mujer que sabe odiar. Fui un tonto -un redomado tonto- permitiendo que se quedara con nosotros, pero no le dije a Mary ni una palabra, pues sabía que eso la apenaría. Las cosas siguieron igual, pero al cabo de un tiempo empecé a notar un ligero cambio en la propia Mary. Siempre había sido muy confiada e inocente, pero ahora se volvió rara y suspicaz, queriendo saber dónde había estado yo y qué había hecho, a quién escribía, qué llevaba en los bolsillos, y otras mil insensateces por el estilo. Día a día se volvía más rara y más irritable, y tuvimos incesantes riñas por nada. Todo aquello me tenía bastante desconcertado. Sarah me evitaba, aunque ella y Mary eran inseparables. Ahora me doy cuenta de que estaba intrigando, tramando y envenenando la mente de mi esposa en contra de mí; pero yo estaba tan ciego entonces que no podía entenderlo. Entonces rompí mi cinta azul y empecé a beber de nuevo, pero creo que no habría actuado así si Mary hubiese sido la misma de siempre. Ahora tenía algún motivo para estar disgustada conmigo, y la brecha entre nosotros empezó a ensancharse cada vez más. Fue entonces cuando se inmiscuyó ese tal Alec Fairbairn y las cosas se volvieron mucho más aciagas.

La primera vez que vino a casa fue para ver a Sarah, pero en seguida extendió sus visitas también a mí, pues era un hombre encantador, que hacía amigos dondequiera que fuese. Era un tipo apuesto, fanfarrón, ingenioso y tortuoso, que había recorrido medio mundo y sabía hablar de lo que había visto. Era un buen acompañante, no lo negaré, y para ser marinero tenía unos modales increíblemente corteses, de modo que creo que hubo un tiempo en que debió de frecuentar más la toldilla que el castillo de proa. Durante un mes estuvo entrando y saliendo de mi casa, y jamás se me ocurrió que sus suaves y astutos modales pudieran hacerme algún daño. Así que, por fin, algo me hizo sospechar, y desde ese día ya no he vuelto a tener paz.

Fue, además, un detalle insignificante. Había entrado yo inesperadamente en el salón, y al traspasar el umbral vi que el rostro de mi esposa se iluminaba de alegría. Pero cuando ella vio quién era realmente el recién llegado, su alegría se desvaneció de nuevo, y se alejó decepcionada. Aquello me bastó. Sólo había otra persona con la que podía haber confundido mis pasos: Alec Fairbairn. Si lo hubiera visto entonces, lo habría matado, pues siempre me vuelvo como loco cuando monto en cólera. Mary vio en mis ojos un brillo demoníaco y vino corriendo hacia mí, sujetándome el brazo con sus manos. « ¡No lo hagas, Jim, no!», me dijo. «¿Dónde está Sarah?», le pregunté yo. «En la cocina», me respondió ella. «Sarah», le dije al entrar, «no quiero que ese individuo, Fairbairn, vuelva a poner nunca más los pies en mi casa». «¿Por qué no?», me preguntó ella. «Porque yo lo ordeno.» «¡Caramba!». dijo ella, «si mis amigos no son lo bastante buenos para esta casa, entonces yo tampoco lo soy».

«Puedes hacer lo que te plazca», le dije yo, «pero si Fairbairn vuelve a dejarse ver por aquí, te mandaré una de sus orejas como recuerdo». La expresión de mi rostro la asustó, creo, pues no contestó nada, y esa misma noche se marchó de mi casa.

Bueno, ahora no sé si aquello fue pura maldad por parte de esa mujer, o si ella creía poder enemistarme con mi esposa, incitándola a portarse mal. En cualquier caso, Sarah alquiló una casa a dos calles de distancia de la nuestra y se dedicó a arrendar habitaciones para marineros. Fairbairn solía alojarse allí, y Mary solía ir a tomar el té con su hermana y con él. Ignoro con qué frecuencia, pero un día la seguí y, al irrumpir en la casa, Fairbairn huyó, saltando por encima de la tapia del jardín trasero, como el cobarde canalla que era. Le juré a mi esposa que la mataría si la encontraba de nuevo en compañía de aquel hombre, y me la volví a llevar a casa, sollozando y temblando, y tan blanca como una hoja de papel. Nunca más hubo entre nosotros el menor vestigio de amor. Me di cuenta de que ella me odiaba y me temía, y cuando ese pensamiento me empujaba a beber, también me despreciaba.

Sarah comprobó que no podía ganarse la vida en Liverpool, así que volvió, según tengo entendido, a vivir con su hermana en Croydon, y en mi casa las cosas continuaron más o menos como siempre. Y así hasta la semana pasada, con todas sus amarguras y perdición.

Todo ocurrió de la manera siguiente. Habíamos embarcado en el May Day para un viaje de ida y vuelta de siete días de duración, pero un tonel se soltó y con ello aflojó una de las planchas del barco, de modo que tuvimos que volver a puerto por espacio de doce horas. Abandoné el barco y fui a casa, pensando en darle una sorpresa a mi esposa y con la esperanza de que tal vez le alegrase verme tan pronto. Pensaba en eso cuando me metí en mi propia calle, y en aquel momento pasó por delante de mí un coche, en el que iba ella sentada al lado de Fairbairn, ambos charlando y riendo, sin pensar en mí que los observaba desde la acera.

Les aseguro, puedo darles mi palabra, que desde ese mismo momento dejé de ser dueño de mi destino y al recordarlo todo me parece un vago sueño. últimamente había estado bebiendo mucho y eso, unido a lo anterior, me volvió completamente loco. Ahora siento dentro de mi cabeza una especie de zumbido, como unos martillazos de estibador, pero aquella mañana me pareció tener en los oídos todo el estruendo y el borboteo de las cataratas del Niágara.

Pues bien, puse pies en polvorosa y corrí detrás del coche. Llevaba en la mano un pesado bastón de roble, y les aseguro que desde el primer momento estaba hecho una furia, aunque según corría también se despertó en mí la astucia, y me rezagué un poco para observarlos sin ser visto. En seguida se detuvieron en una estación de ferrocarril. Había una multitud de gente alrededor del despacho de billetes, de modo que me acerqué bastante a ellos sin que me vieran. Sacaron billetes para New Brighton. Yo hice otro tanto, pero subí tres vagones más atrás que ellos. Cuando llegamos dieron una vuelta por el paseo y los seguí sin acercarme nunca a ellos más de cien yardas. Por fin les vi alquilar un bote para dar un paseo, pues hacía mucho calor y pensaron, sin duda, que estarían más frescos en el agua.

Eso fue como ponerse en mis manos. Había un poco de niebla y no se podía ver más allá de unos centenares de yardas. Alquilé un bote y salí tras ellos. Podía ver el contorno borroso de su embarcación, pero iban casi tan rápido como yo, y cuando les di alcance estaban ya a más de una milla de la costa. La neblina era como un velo, y en su interior estábamos nosotros tres. ¡Dios mío! ¿Cómo podré olvidar sus rostros cuando vieron quién iba en el bote que se les aproximaba? Ella se puso a dar voces. Él juró como un loco y me hurgoneó con un remo, pues debió ver en mis ojos una amenaza de muerte. Lo esquivé y le devolví el golpe con mi bastón, que le aplastó la cabeza como si fuera un huevo. A ella posiblemente le habría perdonado la vida, a pesar de toda mi rabia, pero le echó los brazos al cuello y se puso a gritar llamándole «Alec». Golpeé de nuevo y ella quedó tendida junto a él. Me sentía como una fiera salvaje que ha saboreado la sangre. Si Sarah hubiera estado allí, juro por Dios que habría corrido la misma suerte. Saqué mi cuchillo y... bueno, ¡caramba!, ya he dicho bastante. Sentí una especie de júbilo salvaje, pensando en lo que sentiría Sarah ante tales muestras de lo que su intromisión había ocasionado. Luego até los cadáveres al bote, rompí una tabla del fondo, y me quedé a su lado hasta que se hundieron. Sabía muy bien que el propietario del bote pensaría que se habrían desorientado a causa de la niebla y habrían sido arrastrados mar adentro. Me aseé, regresé a tierra, y me incorporé a mi barco, sin que nadie sospechara lo que había pasado. Esa noche envolví el paquete para Sarah Cushing, y al día siguiente lo envié desde Belfast.

Ahí tienen ustedes toda la verdad del caso. Podrán ahorcarme, o hacer conmigo lo que quieran, mas no podrán castigarme más de lo que ya lo he sido. No puedo cerrar los ojos sin que vea aquellos dos rostros mirándome fijamente... igual que me miraron cuando mi bote se abrió paso entre la neblina. Yo los maté rápidamente, pero ellos me están matando poco a poco; y si el suplicio se prolonga una sola noche más amaneceré loco o muerto. ¿No me pondrá solo en una celda, verdad, señor? Por amor de Dios, no lo haga, y ojalá el día en que usted agonice reciba el mismo trato que ahora me dé a mí.

-¿Qué sentido tiene todo esto, Watson? -dijo Holmes solemnemente mientras dejaba a un lado el documento-. ¿Qué propósito persigue este círculo de aflicción, violencia y miedo? Sin duda ha de tender hacia algún fin pues, si no, nuestro universo está regido por el azar, lo cual es inconcebible. Pero ¿qué fin? Ahí tiene usted el eterno problema sobre el cual la razón humana está tan lejos de poder responder como siempre.

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